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Cuando nos
acercamos al A.T. se descubren dos puntos de interés, que adquieren un especial
relieve: la sexualidad como origen de la vida, es decir, el valor de la
procreación y las faltas morales a las que da lugar el desorden sexual, o sea,
los pecados contra la castidad.
4.1.1.1
La procreación
El primer dato acerca de la
finalidad procreativa de la sexualidad corresponde al momento mismo de la
aparición del hombre y de la mujer. Después de la narración de la creación
de la pareja humana, Dios los bendice con estas palabras: “sed fecundos y
multiplicaos” (Gén 1,28). Es claro que la bendición divina -“y bendíjolos Dios y
dijo”- tiene como finalidad la procreación. Asimismo la narración de Génesis 2,
con lenguaje más arcaico, propone la misma finalidad. La imagen de “formar los
dos una sola carne” (Gén 2,2) no es ajena al sentido de engendrar que connota la
diversidad de sexos: “Estaban ambos desnudos, el hombre y la mujer y no se
avergonzaban uno de otro” (Gén 2,25).
A partir de este primer dato, la
procreación se presenta en la Biblia como un gran bien. De aquí brota muy
pronto la “ley del levirato”. Levir (hebreo yâbân), es un
término latino que significa “cuñado”. Dicha ley imponía que, si un marido muere
sin dejar descendencia, su hermano debería desposarse con la cuñada viuda:
“Si unos hermanos viven juntos y uno de
ellos muere sin tener hijos, la mujer del difunto no se casará fuera con un
hombre de familia extraña. Su cuñado se llegará a ella, ejercitará su levirato
tomándola como esposa, y el primogénito que ella dé a luz llevará el nombre de
su hermano difunto; así su hermano no se borrará de Israel” (Dt 25,5-6).
La finalidad de esta ley era garantizar que
todos los matrimonios tuviesen descendencia, con ello también se regulaba la
estabilidad de los bienes mediante la herencia. La Biblia testifica el
cumplimiento de esta ley en el caso de Tamar (Gén 38,6-8) y de ella los saduceos
deducen los argumentos en contra de la resurrección de los muertos (Mt
22,23-30).
Asimismo se procuraba un segundo matrimonio
a las viudas que no habían tenido descendencia. Es el caso de Rut, con quien se
casa Booz “para perpetuar el nombre del difunto en su heredad” (Rut 4,5). La
razón que justifica estos matrimonios sin hijos es que la esterilidad se
consideraba como una desgracia: ahí están los lloros de Sara (Gén 16,1-6), los
celos de Raquel respecto de Lía (Gén 30, 1-2) y la “soledad y oprobio” de
Zacarías e Isabel (Lc 1,25). También la esterilidad se podía desear o infligir
como un castigo. Fue el que Yahvé impuso a la esposa y concubinas de Abimélek
por haber abusado de Sara, mujer de Abraham (Gén 20, 17-18). Oseas lanza esta
maldición simbólica contra Israel: “¡Dáles senos que aborte y pechos secos!” (Os
9,14). También la maldición y el celibato de Jeremías quieren significar la
soledad y esterilidad de Judá (Jer 16,1-4; 31,31-34). Por el contrario, Dios
puede acabar con la esterilidad, si se le pide (1 Sam 1-24).
La poligamia de Israel tampoco fue
ajena al intento de suplir de algún modo la infertilidad de la esposa estéril.
Esta fue la causa de que Sara mandase a Abraham que tomase a Agar, pues así
“quizá podré (Sara) tener hijos de ella” (Gén 16,2). Por su parte, Raquel pide a
Jacob que tome a su criada Bilhá, para “que dé a luz sobre mis rodillas: así
también yo (Raquel) ahijaré de ella” (Gén 30,3). Y, después que la esclava dio a
luz el primer hijo, Raquel improvisa esta oración de alabanza: “Dios me ha hecho
justicia, pues ha oído mi voz y me ha dado un hijo”(Gén 30,6). Hasta el incesto
de las hijas de Noe se motivó porque pensaron que “no había ningún hombre en el
país que se una a nosotras” (Gén 19,31-38).
La fecundidad es un deseo constante de la
mujer hebrea, por eso se considera como una bendición de Yahvé. El poeta
salmista ensalza la fertilidad de la esposa con las imágenes más bellas y
atrevidas: la esposa ha de ser como “la parra fecunda en el interior de tu casa;
tus hijos, como brotes de olivo alrededor de tu mesa” (Sal 128,3; cfr. Prov
17,6) y la mujer estéril se convierte en “madre de hijos jubilosa” (Sal 113, 9),
pues “los hijos son la herencia de Yahvé, que recompensa el fruto de las
entrañas” (Sal 127, 3). Y la sabiduría hebrea ensalza como una bendición la
multiplicación de los hijos: “será bendito el fruto de tus entrañas” (Dt 28,4).
A Rut se le desea una gran descendencia (Rut 4,12). Y Raquel es felicitada con
el deseo de que sus descendientes crezcan “en millares de millares” (Gén 24,60).
De aquí el rapto de las 200 jóvenes de Silo para evitar que se extinguiese la
tribu de Benjamín (Jue 21,15-23). Asimismo, el amor y el sentido bíblico de las
“genealogías”.
Por este motivo, la legislación rabínica
prohibía el matrimonio de los eunucos (sarisim). Más aún, a pesar de
que numerosos eunucos ocupaban un lugar importante en las cortes de los pueblos
vecinos, se prohibía a la mujer judía casarse con ellos[2].
De aquí que, si se exceptúa el caso de los
esenios, la virginidad no era, en general, exaltada en Israel, más que
como preparación para el matrimonio[3].
“El AT sólo conoce una estima de la
virginidad como preservación de la muchacha antes del matrimonio, o como
elemento de pureza ritual (Gén 34,7.31; 24,16; Jc 19,24). La pérdida de la
virginidad significa para la muchacha disminución del precio del casamiento (Ex
22,15-16; Dt 22,14-19) y hasta la pena de la lapidación (Dt 22,20-21); en todo
caso, pérdida del honor (2 Sam 13,2-18; Lm 5,11; Si 7,24; 42,9-11). El sumo
sacerdote sólo puede casarse con una virgen (Lv 21,13-14). Esta prescripción se
extiende a todo sacerdote, en Ez 44,22”[4].
En resumen, la sexualidad en sentido
bíblico se refiere al ámbito del matrimonio y está orientada a la procreación.
En consecuencia, se prohíben las “relaciones prematrimoniales” y se ensalza
como un honor la procreación fecunda de los esposos.
4.1.1.2
Reprobación de los pecados sexuales
El sentido positivo que transmite la Biblia
acerca de la sexualidad en ningún caso permite un uso arbitrario de la misma.
Igualmente, el talante procreador del A.T. y la alabanza a la fecundidad no
justifican todos los medios hábiles para favorecer o evitar la procreación. Por
el contrario, en el A.T. abundan las prohibiciones y condenas de acciones que no
respetan las leyes de la facultad generadora, hasta el punto de poder afirmar
que la moral sexual veterotestamentaria, si se exceptúa la poligamia, es más
severa y rígida que la del N.T. He aquí una lista de los pecados que son objetos
de castigo, pues lesionan la naturaleza y finalidad generativa de la sexualidad
humana:
El recto uso de la sexualidad está por
encima del valor inestimable de los hijos. Es esta una tesis que se repite
en la literatura sapiencial. Así, por ejemplo, vivir la castidad es superior a
los hijos, por eso se alaba al eunuco, y se afirma que la mujer piadosa y
estéril aventaja a la adúltera: “Dichosa la estéril sin mancilla, la que no
conoce lecho de pecado, tendrá su fruto en la visita de las almas. Dichoso
también el eunuco... por su fidelidad se le dará una escogida recompensa ... En
cambio los hijos de los adúlteros no llegarán a sazón, desaparecerá la raza de
una acción culpable” (Sab 3,13-16).
Condena del adulterio. Entre las
“acciones culpables” la más repetida es la de adulterio. Este pecado está
contenido en el Decálogo: “No cometerás adulterio” (Ex 20,14) y se
prohibe “desear la mujer del prójimo” (Ex 20,17). El Levítico lo expresa
con más claridad: “No te juntes carnalmente con la mujer de tu prójimo,
contaminándote con ella” (Lev 18,20). El
Deuteronomio determina el castigo que se infligirá a los culpables: ambos
deben morir: “Si se sorprende a un hombre acostado con una mujer casada, morirán
los dos: el hombre que se acostó con la mujer y la mujer misma. Así harás
desaparecer de Israel el mal” (Dt 22, 22).
La fornicación del varón. La primera
legislación judía recoge las penas que caerán sobre el hombre que fornica con
una virgen: “Si un hombre seduce a una virgen, no desposada, y se acuesta con
ella, le pagará la dote, y la tomará por mujer. Y si el padre de ella no quiere
dársela, el seductor pagará el dinero de la dote de las vírgenes” (Ex 22,15-16).
(Dt 22, 28-29). “Ante un padre y una madre avergonzaos de la fornicación...
avergüenzate de mirar a la prostituta... no claves los ojos en mujer casada, no
tengas intimidades con la criada -¡no te acerques a su lecho!-“ (Eclo 41,
17-24).
La fornicación de la mujer. El tema de
la fornicación de la mujer soltera, llamada pénuyá en el rabinismo,
merece especial atención, pues la mujer debía ser virgen cuando fuese al
matrimonio. Además ha de tenerse en cuenta la consideración social negativa de
la mujer soltera que cometía tal pecado y la consecuencia que podría derivarse,
o sea, el hijo que cabía engendrar. Por estas razones se consideraba
especialmente grave la calumnia contra la mujer virgen.
El Deuteronomio estudia el
caso de que una doncella sea calumniada por el marido de no ser virgen al
momento de casarse. Este tal, “será castigado”, luego debe “pagar una multa de
cien monedas de plata al padre de la joven”. Además “la recibirá como mujer y no
podrá repudiarla en toda su vida”. Pero si la acusación fuese verdadera, “si no
aparecen las pruebas de la virginidad, sacarán a la joven a la puerta de la casa
de su padre, y los hombres de su ciudad la apedrearán hasta que muera, por haber
cometido una falta en Israel. Así harás desaparecer el mal de en medio de ti”
(Dt 22,20-21). Ese pecado, además de ser un “mal” en sí mismo, se constata que
podría ser el inicio de la prostitución.
Condena de la prostitución. Las citas
son numerosas y abundantes en detalles. De ellas se deduce que la prostitución
estaba arraigada tanto en Israel como en los pueblos vecinos. Por su
grafismo, merece la pena transcribir este caso de prostitución: la advertencia
contra los males que trae este pecado y la caída en la tentación de quienes no
la huyen, sino que la buscan. Esta narración recuerda lo que sucede hoy en
algunas calles de nuestras ciudades:
“Dile a la sabiduría:
“Tú eres mi hermana”, llama pariente a la inteligencia, para que te guarde de la
mujer ajena de la extraña de palabras melosas. Estaba yo a la ventana de mi casa
y miraba a través de las celosías, cuando vi, en el grupo de los simples,
distinguí entre los muchachos a un joven falto de juicio: pasaba por la calle,
junto a la esquina donde ella vivía, iba camino de su casa, al atardecer, ya
oscurecido, en lo negro de la noche y de las sombras. De repente, le sale al
paso una mujer, con atavío de ramera y astuta en el corazón. Es alborotada y
revoltosa, sus pies nunca paran en su casa. Tan pronto en las calles como en las
plazas acecha por todas las esquinas. Ella lo agarró y lo abrazó y desvergonzada
le dijo: Tenía que ofrecer un sacrificio de comunión y hoy he cumplido mi voto;
por eso he salido a tu encuentro para buscarte en seguida; y ya te he
encontrado. He puesto en mi lecho cobertores policromos, lencería de Egipto, con
mirra mi cama he rociado con áloes y cinamomo. Ven, embriaguémonos de amores
hasta la mañana, solacémonos los dos, entre caricias. Porque no está el marido
en casa, está de viaje muy lejos, ha llevado en su mano la bolsa del dinero,
volverá a casa para la luna llena”. Con sus muchas artes lo seduce, lo rinde con
el halago de sus labios. Se va tras ella en seguida, como buey al matadero, como
el ciervo atrapado en el cepo, hasta que una flecha le atraviesa el hígado, como
pájaro que se precipita en la red, sin saber que le va en ello la vida. Ahora
pues, hijo mío, escúchame, pon atención a las palabras de mi boca, no se desvíe
tu corazón hacia sus caminos, no te descarríes por sus senderos, porque a muchos
ha hecho caer muertos, robustos eran todos los que ella mató. Su morada es
camino del seol, que baja hacia las cámaras de la muerte” (Prov 7,4-27).
Esta misma advertencia se repite en
el mismo libro y va acompañada de un ruego: que el hombre se entregue a Yahveh y
no a una prostituta: “Dame, hijo mío, tu corazón, y que tus ojos hallen deleite
en mis caminos. Fosa profunda es la prostituta, pozo angosto la mujer extraña.
También ella como el ladrón pone emboscadas, y multiplica entre los hombres los
traidores” (Prov 23,26-28). (Lev 19,29). (Prov 29,3
Como es lógico, la “prostituta” tenía
una apreciación social muy negativa. Así, el Levítico prohibe que “los
sacerdotes tomen por esposa a una mujer prostituta” (Lev 21,7) y la hija del
sacerdote que “se prostituyese, será quemada” (Lev 21,9). De aquí que el término
“prostituta” o “hijo de prostituta” se acuñó como un insulto (Gén 34,31).
En Israel estuvo terminantemente
prohibida la “prostitución religiosa” o “sagrada” (qédeshot), bien fuese
femenina, denominada “hieródula” o masculina, a los que llamaban “hieródulo” o,
despectivamente, “perros”. Este texto del Deuteronomio es terminante al
respecto:
“No habrá hieródula entre las
israelitas, ni hieródulo entre los israelitas. No llevarás a la casa de Yahveh
tu Dios, don de prostituta ni salario de perro, sea cual fuere el voto que hayas
hecho: porque ambos son abominación para Yahveh tu Dios” (Dt 23,18-19).
No obstante, por influjo de los
cultos cananeos, llegó a introducirse (1 Rey 14,24; 22,47; 2 Rey 23,7). De aquí
las graves condenas de los profetas Oseas (Os 4,14) y Miqueas (Miq 1,7)[5].
Reprobación del “coitus interruptus”.
La enseñanza no es clara, por defecto de terminología poco expresa. Se cita
normalmente el dato referido a Onán, de cuyo nombre deriva ese pecado de
“onanismo”:
“Judá tomó para su
primogénito Er una mujer llamada Tamar. Er, el primogénito de Judá, fue malo a
los ojos de Yahveh, y Yahveh lo hizo morir. Entonces Judá dijo a Onán: “Cásate
con la mujer de tu hermano y cumple como cuñado con ella, procurando
descendencia a tu hermano. Onán sabía que aquella descendencia no sería suya, y
así, si bien tuvo relaciones con su cuñada, derramaba a tierra, evitando el dar
descendencia a su hermano. Pareció mal a Yahveh lo que hacía y le hizo morir
también a él” (Gén 38,6-10).
Los autores discuten si aquí se
condena el onanismo o sólo el hecho de que Onán no cumpliese la ley del levirato
dando descendencia a su hermano difunto[6].
La lectura del texto más bien indica que se condenan ambas cosas: “Dios condena
a la vez el egoísmo de Onán y su pecado contra la ley natural, y por lo mismo,
divina, del matrimonio”[7].
Esta interpretación tiene a su favor
la exégesis de los Padres. San Jerónimo -cuya autoridad en este caso es
indiscutible- entiende que se condena el onanismo. De aquí la traducción de la
Vulgata: “Et idcirco percussit eum Dominus quod rem detestabilem faceret” (Gén
38,10). Parece, pues, que la “cosa detestable” que hace Onán es “derramar en
tierra”.
Esta interpretación es clara en San
Agustín en una obra que contempla in recto este tema: “Porque ilícita y
torpemente yace, aunque sea con su legítima esposa, el que evita la concepción
de la prole; pecado que cometió Onán, hijo de Judá, y por él lo mató Dios”[8].
También la tradición rabínica lo entendió en este sentido: “En TB Yebamot
34b varios rabbis condenan las prácticas de Er y Onán como antinaturales”[9].
¿Se condena la masturbación? Cabe
ahora formular la cuestión acerca de la condena de la masturbación en el A.T. No
se encuentran textos explícitos, si se exceptúa la dudosa interpretación del
libro del Eclesiástico: “el hombre impúdico en su cuerpo carnal no cejará hasta
que el fuego le abrase; para el hombre impúdico todo pan es dulce, no descansará
hasta haber muerto” (Eccl 23,17).
De hecho, tal falta era duramente
castigada por la literatura rabínica, pues así fue entendida por los rabinos,
los cuales se apoyaban también en Gén 38,10):
“Los moralistas judíos también se
apoyaron en este texto (Gén 38,10) para condenar la masturbación o toda
inutilización artificial del semen humano. Kol ha-mosi’ shikbar zéra’
Ibattalah jayyab mitah: “Quien expulsa semen inútilmente es reo de muerte”
(TB Niddá 13ª).
La expresión “reo de muerte” no
quiere decir que el masturbador tenga que vérselas con el bet-din, con un
tribunal que le imponga pena capital, sino que uno muere ante Dios, pues comete
un pecado mortal.
El que derrama el semen -se dice en
el Talmud
(ibid.)- es como si matara a niños o como el que comete pecado de idolatría
(cf. Is 57,5). El Mesías no vendrá -dice ahí mismo rabbí José- hasta que hayan
nacido todas las almas de los niños no nacidos (TB Niddá 13b)”[10].
Es claro que esta doctrina rabínica
se fundamenta en la tradición bíblica, si bien prohíbe la masturbación por la
“pérdida de semen” y en razón de la procreación debida, entre la que se
encontraba el futuro Mesías.
Ambas razones no se justifican. La
primera obedece a la concepción biológica de la época y la segunda desconocía la
concepción virginal del Mesías. No obstante, parece que es preciso mantener
firme el dato de la condena.
Anatema contra la homosexualidad y el
lesbianismo. La condena de la homosexualidad masculina está expresamente
mencionada, se la considera como algo aberrante: “No te acostarás con varón como
con mujer; es abominación” (Lev 18,22). A los homosexuales se le castigará con
la muerte: “Si alguien se acuesta con varón, como se hace con mujer, ambos han
cometido abominación; morirán sin remedio; su sangre caerá sobre ellos” (Lev
20,13). En esta misma línea se prohibe que “la mujer lleve ropa de hombre” y que
“el hombre se ponga vestido de mujer” (Dt 22,5).
El pecado de Sodoma era la
homosexualidad: “abusar de ellos (los hombres)”. De aquí el castigo de la ciudad
de Sodoma, de la que deriva el nombre de “sodomitas” (Gén 19,5).
El libro de la Sabiduría
afirma que la “inversión de los sexos” se origina en la falta de religiosidad y
en el culto a los ídolos (Sab 14,26). Por eso destaca que la homosexualidad era
vicio ordinario en los pueblos paganos (Lev 20,23).
El lesbianismo -tan frecuente en el
paganismo- no se menciona en el A.T. “La homosexualidad femenina no está
expresamente condenada en el Antiguo Testamento; pero el lesbianismo, según
Maimónides, está condenado implícitamente en la prohibición de las abominaciones
de otros pueblos, como en Egipto”[11].
Sanción contra la bestialidad. Se
castiga con pena de muerte tanto el bestialismo del hombre como de la mujer: “El
que se una con una bestia, morirá sin remedio. Mataréis tambien la bestia. Si
una mujer se acerca a una bestia para unirse a ella, matarás a la mujer y a la
bestia. Morirán; caerá sobre ellos su sangre” (Lev 20,15-16; cfr. Ex 22,18).
Condena del incesto y otras uniones con
parientes. El
Levítico sentencia: “Si uno toma por esposas a una mujer y a su madre, es
un incesto. Serán quemados tanto él como ellas para que no haya tal incesto en
medio de vosotros” (Lev 20,14)”. Al mismo tiempo condena otras uniones: al “que
se acuesta con la mujer de su padre” (Lev 20,11), “si un hombre se acuesta con
su nuera” (Lev 20,12), “si alguien toma por esposa a su hermana, hija de su
padre o hija de su madre” (Lev 20,17), etc.
Rechazo de toda clase de impureza.
Además de reprobar esas irregularidades -pecados- sexuales, el A.T. advierte
contra el riesgo de dejarse llevar por el instinto sexual. Abundan los textos
que destacan los males que se siguen cuando el hombre se guía, instintivamente,
por la sexualidad: Los
Proverbios sentencian que la lujuria “es amarga como el ajenjo y mordaz
como espada de dos filos”. Y quien se deja dominar por ella, “al final gemirá,
cuando se haya consumido la carne de tu cuerpo” (Prov 5, 3-11).
A este respecto, es muy significativo el
siguiente texto que acusa los males que produce la lujuria:
“Dos clases de gente
multiplican los pecados y la tercera atrae la ira: el alma ardiente como fuego
encendido, no se apagará hasta consumirse; el hombre impúdico (libidinoso) en su
cuerpo carnal: no cesará hasta que su cuerpo le abrase. Para el hombre impúdico
todo pan es dulce, no descansará hasta haber muerto. El hombre que su propio
lecho viola y que dice para sí: “¿Quién me ve?; la oscuridad me envuelve, las
paredes me encubren, nadie me ve, ¿qué he de temer?; el Altísimo no se acordará
de mis pecados”... no sabe que los ojos del Señor son diez mil veces más
brillantes que el sol, que observan todos los caminos de los hombres y penetran
los rincones más ocultos” (Eclo 23,16-19).
En este texto, se “condena la fornicación,
el adulterio y, según exégetas, el pecado solitario... La mano del
masturbador ha de ser cortada in situ, exigía R.Tarfón (c.100 d.C.)”[12].
Una pregunta queda pendiente al final de
esta exposición: ¿Este rigor moral supone un concepto pecaminoso del sexo en el
A.T.? La respuesta es negativa. Es cierto que, en dependencia de la cultura
ambiental, cabría citar algunos aspectos negativos. El c.15 del Levítico,
por ejemplo, hace el elenco de ciertas “impurezas sexuales”: las relacionadas
con los “flujos seminales” del hombre y de la mujer. Pero una lectura atenta del
texto destaca que, más que los “derrames naturales”, el Levítico condena las
enfermedades contagiosas. De aquí la minuciosidad en detallar las purificaciones
a que están sometidos los varones que las padezcan. Lo mismo cabe decir respecto
a la menstruación de la mujer (cfr. vv.19-24), si bien contempla algunas
situaciones de enfermedad (vv.25-27). También se reconocen cultualmente impuros
los esposos que hayan mantenido relaciones sexuales (v.18). Pero, como enseñan
los exégetas, esas advertencias tienen como motivo último la concepción de que
todo lo referido a la sexualidad y a la procreación tiene en la cultura bíblica
un carácter misterioso y sagrado[13].
De aquí que esas “impurezas” se consideren como “impurezas cultuales”.
Pero, en conjunto, más bien cabe subrayar
el sentido positivo de la sexualidad en la Biblia. Por eso estaba prohibida la
automutilación, lo que sería castigado con la expulsión de la comunidad (Dt
23,2). Sobre todo, el valor bíblico de la sexualidad está presente en las
narraciones amorosas -tan frecuentes- entre el hombre y la mujer, que son
tomadas como modelo del amor de Yahveh a su pueblo. Símbolo de esa sensibilidad
es el Cantar de los Cantares. La descripción, por ejemplo, en la que el
hombre “conoce” a la mujer, sin turbación alguna, se entiende como plenitud de
encuentro personal: es un modelo de la aprobación sin reticencias de la vida
sexual. En general, la presentación de la relación sexual entre el hombre y la
mujer en el pensamiento bíblico contrasta con las reservas que mantenían las
religiones paganas de la época y el neoplatonismo del mundo cultural griego[14].
En resumen, la moral sexual del A.T.
responde al proyecto inicial de Dios de que “no es bueno que el hombre esté
solo” (Gén 2,18). No obstante, como consecuencia de las desviaciones a que dan
lugar las pasiones, la normativa moral es muy rigurosa. Impresiona la lectura
del c.20 del Levítico. En él, después de una extensa lista de pecados y
costumbres sexuales “abominables” que practicaban los pueblos paganos, se
advierte al pueblo judío que no caiga en los mismos pecados. Con este fin se
urge severamente el cumplimiento de una serie de preceptos que regularán la
conducta sexual de los israelitas. de ellas” (Lev 20,22-23).
El N.T. no es tan reiterativo, pero sí es
más explícito en la condena de los pecados contra la castidad. Esta tesis es
válida tanto para la enseñanza de Jesús como para la doctrina de los Apóstoles.
4.1.2.1
Enseñanzas de Jesucristo
Los textos explícitos de los Evangelios son
más bien escasos. Jesús menciona entre los pecados que manchan al hombre, “los
adulterios
(moigeîai) y las fornicaciones (porneîai)” (Mt 15,19). En lugar
paralelo, San Marcos además de “fornicaciones” (porneîai) y “adulterios”
(moigeîai)”, añade “impudicias (ásélgeia)” (Mc 7,21-22).
No deja de sorprender la radicalidad con
que Cristo condena el adulterio sólo de deseo: “Habéis oído que fue dicho: No
adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya
adulteró con ella en el corazón” (Mt 5,27-28). Esta expresión es preciso
considerarla en el contexto de las contraposiciones que establece entre la vieja
y la nueva Ley.
4.1.2.2
Doctrina de los demás escritos del Nuevo
Testamento
Los Apóstoles se encuentran ante una
circunstancia nueva. Es sabido cómo el pueblo griego y romano practicaban una
moral sexual muy alejada de las exigencias que la Biblia había señalado al
pueblo judío.
Algunos datos pueden ayudar a entender la
fuerza y novedad de la doctrina del N.T. sobre la vida sexual frente a una
cultura que se guiaba por criterios éticos muy distintos. Una vez más se muestra
cómo la Revelación contribuyó a elevar el nivel moral y evitó las degradaciones
a las que se expone el hombre cuando queda a merced de sus instintos. Son unos
textos que pueden ayudar a no desanimarse ante la tarea actual en este tema,
puesto que ya en otras ocasiones se ha conseguido remontar.
En efecto, circunscritos exclusivamente al
ámbito cultural greco-romano, en que se extiende el cristianismo de esta época,
la imagen de corrupción sexual supera todo límite. Sabemos que, ya desde
Sócrates se ponen de moda “ciertos progresismos” que hacen gala de una
“sexualización” absoluta de la vida social griega. El Diálogo de Fedro
relata la fascinación de este joven ante la presentanción que hace “el más
grande escritor de la época” de un nuevo estilo de vida sexual, libre de todo
prejuicio de las normas: es la conmoción erótica que persigue el máximo de
placer[15].
En el Convite, Platón propone el diálogo sobre la homosexualidad. Platón
no es ajeno a la simpatía por este vicio, denominado por los romanos como el
“vicio griego” y también, con posterioridad, “vicio romano”[16].
Pero tampoco se vio libre de tales
desórdenes el Imperio Romano. Conocemos la situación de corrupción generalizada
de la cultura romana. De los quince primeros Emperadores parece que todos, menos
Claudio, fueron homosexuales. Los soldados de la época más gloriosa de Roma
cantaban los amores de su Emperador Julio César con el Rey de Bitinia,
Nicomedes. Los desórdenes de Nerón eran bien conocidos[17].
La sociedad romana no sólo copió el “vicio griego”, sino que practicó sin ningún
reparo ético la prostitución
Sería banal la presentación de testimonios
de la cultura profana, dado que quizá la descripción más ajustada es la que hace
San Pablo en la carta a los Romanos:
“Dios los entregó a los
deseos de su corazón, a la impureza, con que deshonran sus propios cuerpos, pues
trocaron la verdad de Dios por la mentira y adoraron y sirvieron a la criatura
en lugar del Criador, que es bendito por los siglos, amén. Por lo cual los
entregó Dios a las pasiones vergonzosas, pues las mujeres mudaron el uso natural
en uso contra naturaleza; e igualmente los varones, dejando el uso natural de la
mujer, se abrasaron en la concupiscencia de unos por otros, los varones de los
varones, cometiendo torpezas y recibiendo en sí mismos el pago debido a su
extravío. Y como no procuraron conocer a Dios, Dios los entregó a su réprobo
sentir, que los lleva a cometer torpezas, y a llenarse de toda injusticia,
malicia, avaricia, maldad; llenos de envidia, dados al homicidio, a contiendas,
a engaños, a malignidad; chismosos o calumniadores, abominaciones de Dios,
ultrajadores, orgullosos, fanfarrones, inventores de maldades, rebeldes a los
padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados; los cuales, conociendo
la sentencia de Dios, que quienes tales cosas hacen son dignos de muerte, no
sólo las hacen, sino que aplauden a quienes las hacen” (Rom 1, 24-32)[18].
En este medio ambiental de corrupciones
sexuales, de falta de normativa ética en la interrelación hombre-mujer y de
aprobación -incluso de elogio- de tales vicios, los Apóstoles presentaron el
mensaje moral heredado del A.T., renovado por la doctrina de Jesús. A este
respecto, por su insistencia en el juicio moral, destacan las enseñanzas de San
Pablo, pues cubren casi todo el espectro de la vida sexual.
En primer lugar, Pablo incluye los vicios
sexuales de la época en los catálogos de pecados que condena el Evangelio.
Contra ellos previene a los bautizados, al mismo tiempo que les alienta a vivir
la virtud de la pureza. La argumentación paulina es nueva y rigurosa: la
impureza es un obstáculo para cumplir la vocación a la santidad a la que el
cristiano ha sido llamado:
“La voluntad de Dios es
vuestra santificación: que os abstengáis de la fornicación (porneías); que cada
uno sepa guardar su cuerpo en santidad y honor, no con afecto libidinoso (pásei
epizimías kazáper), como los gentiles que no conocen a Dios; que nadie se atreva
a extralimitarse, engañando en esta materia a su hermano, porque vengador en
todo esto es el Señor... pues Dios no nos llamó a la impureza (akazarsía), sino
a la santidad” (1 Tes 4,3-7).
Enuncia esta
retahila de vicios que eran comunes en la sociedad de Corinto:
“No os engañéis: ni los
fornicarios (pórnoi), ni los idólatras (frecuentemente unida la idolatría a
prostitución cultual), ni los adúlteros (moijoì), ni los afeminados (malakoì,
los homosexuales, catamitas), ni los sodomitas (ársenokoîtai, homosexuales,
pederastas), ni los ladrones, ni los avaros, ni los ebrios, ni los maldicientes,
ni los rapaces poseerán el reino de Dios” (1 Cor 6,9-10).
Seguidamente, Pablo argumenta contra
quienes justificaban el uso caprichoso de la sexualidad. Parece que algunos
bautizados que no habían roto con los viejos hábitos argumentaban más o menos
así: “todo me es lícito” y Pablo comenta: “pero no todo conviene”, o sea, no
todo es éticamente permitido. Y añadían estos cristianos: “los manjares para el
vientre y el vientre para los manjares”: hacían referencia a pari entre
el estómago para la comida y la finalidad sexual de los órganos corporales. Y
Pablo aclara: “el cuerpo no es para la fornicación”. Parece que estos tales
mantenían esas convicciones apoyados en la enseñanza de Pablo de que la
redención había alcanzado la libertad del hombre, por lo que el bautizado estaba
libre de las prescripciones legales. De aquí la falsa conclusión de que los
apetitos sexuales podían asimilarse a la necesidad de alimentarse.
Contra estos desaprensivos, Pablo argumenta
de dos modos: Primero, establece la diferencia entre ambas necesidades: tomar
alimento es necesario para la vida, mientras la actividad sexual tiene otra
finalidad. Además, San Pablo intenta demostrar que el cristiano tiene un motivo
más para no prestarse a los desórdenes sexuales: la nueva antropología del
bautizado; o sea, su ser-en-Cristo: “¿No sabéis que vuestros cuerpos son
miembros de Cristo? ¿Y voy a tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos
miembros de una meretriz?”. La respuesta de Pablo es contundente: “De ningún
modo ¿No sabéis que quien se allega a una meretriz se hace un cuerpo con ella?
Porque serán dos, dice, en una carne. Pero el que se allega al Señor se hace un
espíritu con Él”. A la imagen bíblica de “una caro”, es preciso tener a la vista
que, “cada parte del cuerpo, según la fisiología semita, puede considerarse que
representa al cuerpo entero”[19].
Y Pablo concluye con la enseñanza de que la
praxis sexual empeña al hombre entero:
“Huid de la fornicación.
Cualquier pecado que cometa el hombre, fuera de su cuerpo queda; pero el que
fornica, peca contra su propio cuerpo. ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo
del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por
tanto, no os pertenecéis?” Habéis sido comprados a precio. Glorificad, pues, a
Dios en vuestro cuerpo” (1 Cor 6,18-20)[20].
Pablo no contempla aquí la condición de
miembro de Cristo en sus relaciones con la Iglesia, sino que atienda su
dimensión de ser-cristiano: “Esa cualidad, que todo cristiano tiene en sí mismo,
es la que resulta profanada por la fornicación”[21].
También en otros libros condena S. Pablo
los vicios sexuales: Gal, Col, Efes. En resumen, el N.T. mantiene y prolonga las
enseñanzas del A.T., si bien cabe hacer algunas matizaciones, pues encierra
elementos nuevos. Por ejemplo:
- La enseñanza de San Pablo deja más
patente aún la condena de todas las relaciones sexuales fuera del matrimonio.
Este es el sentido del consejo que el Apóstol da a los célibes y viudas de
Corinto: quienes no puedan vivir la castidad, que se casen, pues “mejor es
casarse que abrasarse” (1 Cor 7,9)[22].
En consecuencia, no cabe decir que el
primer cristianismo es heredero de una concepción judaica y estrecha de la
sexualidad humana, sino que más bien, consciente de la nueva dignidad del
cristiano, trató de elevar la conducta de los creyentes según las exigencias de
la virtud cristiana de la pureza y por eso advierte contra el pecado a que da
lugar la sexualidad no controlada. Prueba de que el cristianismo no tuvo un
concepto peyorativo de la sexualidad son los consejos que Pablo da a los casados
y la advertencia de que no abandonen sus relaciones conyugales (1 Cor 7,1-6). Y
no cabe aducir ninguna enseñanza de Jesús en menoscabo del matrimonio, más aún,
en el marco festivo de una boda, a la que había sido invitado, “Jesús hizo el
primer milagro, manifestó su gloria y creyeron en Él sus discípulos” (Jn 2,11).
Los escritos de los Santos Padres
sobresalen por el
empeño en que los cristianos no se dejen contaminar por la corrupción moral de
la cultura greco-romana. Ya San Justino confronta la nueva conducta de los
cristianos en temas sexuales y el género de vida de los demás ciudadanos (1
Apología XV,5-7; XXVII,1-4).
El adoctrinamiento acerca de los diversos
pecados sexuales condenados en la Biblia ocupa muchas páginas de los escritos
de los Padres. Para ello usan todos los estilos: en comentario a los textos
bíblicos, en la catequesis exponiendo la verdadera doctrina y en los sermones
condenando con dureza las conductas impropias de una vida cristiana
Además los Padres demandan la castidad para
todos, pero ya
distinguen los diversos estados. San Ambrosio escribe: “Nosotros
enseñamos que la castidad es una virtud, si bien diversa para los casados, las
viudas y las vírgenes” (De viduis). El fenómeno de la virginidad y de los
varones que se retiran al yermo no es ajeno al valor de la castidad frente a la
corrupción pagana.
Pero el sentido de la sexualidad en la
época patrística estuvo sometido a dos tendencias extremas:
el rigorismo de algunas sectas que
condenaban la sexualidad como derivada de la maldad de la carne –maniqueos y
priscilianistas, que desde el dualismo cosmológico atribuían el origen de la
materia al principio del mal-; o bien exigían la continencia para todos, como
los encratistas; o bien, prohibían las segundan nupcias, como los
montanistas y novacianos;
aquellos que se dejaban arrastrar por los
desórdenes
de la cultura ambiental pagana.
En este contexto es preciso interpretar la
doctrina de los Padres, al menos hasta San Agustín. Algunos excesos rigoristas
llevaron a la mutilación. A este respecto cabe recordar el caso de Orígenes, que
no debía ser inusual, pues San Justino relata el hecho de un joven que, puesto
que estaba prohibido por la ley, pide al gobernador Felix la autorización para
castrarse. Le es negado el permiso, pero Justino ensalza esta disposición del
joven cristiano[23].
En otras ocasiones el equilibrio se rompía
al destacar el valor de la virginidad con menosprecio del matrimonio. En
este tiempo abunda la literatura de los Padres acerca de las vírgenes cristianas[24].
Todas estas circunstancias, junto a la
corrupción sexual de la época, influyeron en que entre no pocos autores
cristianos se perciba cierto menosprecio de la sexualidad. No obstante, parece
que ha habido alguna exageración en ese juicio. Incluso el más dudoso de todos
en esta materia, Tertuliano, es interpretado de modo muy diverso: mientras
Danielou escribe que es el primero entre los cristianos misóginos[25],
Forrester sostiene que el africano ensalza la condición femenina[26].
Y es que cabe aducir textos en prueba de ambas teorías.
En general cabe decir que los Padres
replantean de modo nuevo las relaciones hombre-mujer en el ámbito matrimonial.
La igualdad proclamada por San Pablo no pudo menos de ejercer su influencia. Y,
si bien la desconsideración social de la mujer en esta época se deja sentir
también en algunos testimonios, es imposible encontrar en la literatura pagana
un texto como este de Clemente Alejandrino, a pesar de que este autor junto con
Orígenes son calificados como misóginos[27]:
“Idéntica virtud concierne a varones y a mujeres. Dios es uno para ambos y único
es el Pedagogo. Una Iglesia, una moral y un pudor; sin embargo, el alimento es
común, lo mismo que la unión conyugal. Todo es igual: la respiración, la vista,
el oído, el conocimiento, la esperanza, la obediencia y el amor. A quienes
poseen vida en común y tienen igualmente en común la gracia y la salvación han
de ser también comunes la virtud y el modo de vivir. Está escrito que en este
mundo unos toman esposa y se casan; en efecto, tan sólo aquí abajo hay
distinción entre el sexo masculino y el femenino, pero no existirá en la otra
vida (cfr. Lc 20,34 ss.). Allá los premios de la victoria merecidos por esta
vida común y santa del matrimonio no están reservados a varones o mujeres, sino
al ser humano, libre ya del deseo que (en la vida de aquí abajo) le divide en
dos seres distintos”[28].
Testimonios como éste son frecuentes en
otros autores. Así, frente al mundo pagano que exigía la sujeción servil de la
esposa a su único marido y permitía que el hombre tuviese más de una mujer, San
Agustín, por ejemplo, declara injusta esa desigualdad de criterio con esta
diatriba: “Si ella es casta, ¿por qué tú vas a ser un fornicario? Si ella te
tiene únicamente a tí, ¿por qué tú has de tener dos?”[29].
Respecto a las relaciones conyugales se
vuelven a repetir las dos tendencias sobre el valor de la sexualidad: la de
quienes mantienen un rigorismo en torno a la vida sexual que consideran las
relaciones conyugales como un “mal menor” (Tertuliano) y aquellos escritos que
afirman decididamente su bondad (San Ambrosio). Estas corrientes se entrecruzan
hasta San Agustín.
En discusión con los maniqueos, el Obispo
de Hipona sostiene contra ellos que el matrimonio es bueno, por lo que también
es buena la generación. Solamente conviene con los herejes en la maldad que
puede proceder de la concupiscencia. El P.Langa sintetiza así la doctrina
agustiniana:
1.
La mujer fue creada por Dios, con lo cual se elimina la tesis misógina de
los estoicos.
2.
La mujer fue entregada al hombre como complemento mutuo en orden a la
procreación.
3.
En el supuesto de que no hubiese acontecido el pecado de origen, la
relación sexual hombre-mujer sería la misma, con ausencia de concupiscencia.
4.
El matrimonio y la sexualidad son esencialmente buenos, pues ambos han
sido creados por Dios.
5.
El dolor del parto y la concupiscencia son efectos del pecado, pero no lo
son ni el matrimonio ni la reproducción sexual.
“Mediante su tesis del bien del matrimonio
San Agustín desenmascaró los errores del espiritualismo a ultranza, del
agnosticismo, encratismo, platonismo y maniqueísmo. Con la de la concupiscencia,
el pelagianismo”[30].
La bondad del matrimonio se sustenta
en la “afirmación de que ha sido instituido por Dios; ha sido bendecido con la
presnecia de Cristo en las bodas de Cana; y también en la consideración de la
procreación que –a partir de los relatos del Génesis- interpretan como la razón
de ser del matrimonio.”[31]
No obstante, es frecuente que los Padres
consideren cierta impureza aneja a las relaciones conyugales. De aquí que
prohíban la vida matrimonial en algunos días. Así, por ejemplo, San Jerónimo
aconseja que se abstengan los días que preceden a la comunión sacramental[32].
San León Magno extiende el consejo al día en que han de ir a la Iglesia[33].
Estas prácticas tuvieron vigencia entre algunos matrimonios cristianos durante
bastante tiempo y se extendieron a tiempos litúrgicos especiales, como la
cuaresma. Así se deduce de los sermones de Cesáreo de Arlés[34].
El desarrollo de la Teología es muy fuerte
sobre todo en los siglos XII y XIII, y se afronta también el tema de la
sexualidad, aunque no se exprese en esta forma. Volvemos a encontrarnos con dos
tendencias extremas:
Un rigorismo de origen gnóstico con
desprecio del matrimonio, reverdecido sobre todo los albigenses, pero también
por los valdenses, beguinos, cátaros…
Una relajación sexual en aras del amor puro
y romántico, sin procreación, cantado por los trovadores.
La Teología en continuidad con la
Patrística utiliza los mismos argumentos para hablar de la bondad del
matrimonio: origen en Dios, redimido por Cristo, con unos bienes intrínsecos
(prole, fidelidad, y sacramento).
Sin embargo, todavía hay algunas dudas
sobre la honestidad de las relaciones si no se hacen con el fin de la
procreación, sino por mantener la fidelidad, o evitar la fornicación.[35]
Se habla a veces de pecados veniales. Parece como si el amor matrimonial
fuera algo espiritual puramente.
En los siglos XIX y XX se va desarrollando
la valoración del bien de la fidelidad, tanto por parte de la teología como del
Magisterio, que empieza a tratar estos temas con León XIII (Arcanum Divinae
Sapientiae) y Pío IX (Casti connubii), aunque continua habiendo una cierta
comprensión espiritualista del amor matrimonial. En el siglo XX, y en el entorno
del Concilio Vaticano II, se va a dar un desarrollo muy imporante de la
comprensión del amor matrimonial, como amor entre personas, y del acto conyugal
como manifestación objetiva del amor. Juan Pablo II, y las diversas escuelas
personalistas tendrán un papel muy importante en este desarrollo. Este
desarrollo irá parejo con la descalificación de aquellos que, ahora, atribuyen
tal importancia al aspecto unitivo de la relación conyugal, que sería suficiente
éticamente, aunque se rechazase en el acto –y también o no en la intención-
el bien de la procreación.
Biológicamente se puede hablar
de:
Sexo genético: fecundación: mujer:XX hombre:
XY. Ciertamente aquí caben deformaciones.
Diferenciación sexual primaria: Sexo
gonadal: a los 38 días, las células germinales alcanzan su destino en el
embrión, se forman los primordios de gónadas. Aunque las gónadas rudimentarias
se han formado ya en este momento, los embriones machos y hembras, son
anatómicamente idénticos. El que un embrión se desarrolle como macho o como
hembra parece ser dependiente de un gen situado en el cromosoma Y (SRY?). Se
cree que este gen funciona como el interruptor general del desarrollo sexual,
activando los genes que determinarán la diferenciación de la gónada primitiva en
testículo, y las células germinales en espermatogonias. En su ausencia, las
gónadas se desarrollan como ovarios y las células germinales se convierten en
ovogonias. Además de la acción de un gen director, es necesario también, para
que el desarrollo de los testículos continúe, que se produzcan interacciones
entre las células germinales y las gonadas primitivas. A medida que se
forman los testículos, empiezan a secretar andrógenos, y bajo la influencia de
los andrógenos, los genitales externos y otras estructuras se masculinizan.
Diferenciación sexual secundaria: Sexo
genital: 7ª semana: diferenciación del sexo urogenital: útero, vagina, etc.
/escroto, pene, etc. 8ª-9ª semana: transformación desarrollándose o
restringiéndose los conductos de Wolf (epidídimo, conducto deferente, vesículas
seminales, conductos eyaculadores) y de Müller (Trompas de Falopio, útero,
vagina.)
Todo esto esta controlado con genes que
intereactúan entre ellos. Genes-hormonas-desarrollo global del individuo,
incluido el cerebro. La producción de hormonas puede variar dentro de unos
parámetros, sin ser patológicas, y esto puede hacer que se produzca una mayor o
menor atracción física o sensible por el otro sexo en unos momentos
determinados. También puede haber situaciones patológicas en las que una
disfunción produzca unas anomalías en la producción de hormonas, y también unas
anomalías somáticas.
A nivel de animales y plantas no existen
homosexuales. No confundir con hermafroditismo, ni con variaciones en los sexos
dependiendo del ambiente.
Aunque se ha buscado un origen genético en
el homosexualismo hasta ahora no se ha demostrado la existencia del “gen gay”,
ni tampoco los estudios que se han hecho de indicios han sido concluyentes.[36]
Más bien se ha atribuido este comportamiento a influencias ambientales (se
insiste en un modelo de conducta, o se incita a hacer experiencias, o se anima a
probar todo), problemas con el modelo paterno de conducta, experiencias
traumáticas.
A nivel zoológico se puede afirmar que
la diferenciación sexual está siempre dirigida a la reproducción.
El carácter sexual de
la persona humana no sólo forma parte de su esencia, sino que le permite
realizarse como persona: personas masculinas, personas femeninas. El desarrrollo
de su sexualidad, forma parte de su desarrollo personal, se trata de un aspecto
intrínseco de la persona. Hay que insistir que se trata de una característica de
la persona, no del cuerpo: hombre y mujer lo creó Dios. Pero este carácter tiene
diversos aspectos: atracción sensible, afectividad, amor, que deben ser
integrados para que no disgreguen a la persona y le impidan realizarse.
Resumen: “No es
lícito separar artificialmente el significado unitivo del significado
procreativo, porque uno y otro pertenecen a la verdad íntima del acto: el uno se
realiza junto con el otro, y en cierto sentido a través del otro. Si no es así,
el acto, privado de su verdad interior por ser privado artificialmente de su
capacidad procreativa, cesa también de ser acto de amor”.
El ser persona: en sí mismo y por sí mismo
implica la soledad del hombre. Una soledad que descubre es capaz de superar no
por el simple contacto con la naturaleza. Ésta le sirve para descubrir que
aunque forma parte de ella sin embargo no le “llena”.
“La narración
bíblica de la creación habla de la soledad del primer hombre, Adán, al cual Dios
quiere darle una ayuda. Ninguna de las otras criaturas puede ser esa ayuda que
el hombre necesita, por más que él haya dado nombre a todas las bestias salvajes
y a todos los pájaros, incorporándolos así a su entorno vital. Entonces Dios, de
una costilla del hombre, forma a la mujer. Ahora Adán encuentra la ayuda que
precisa: « ¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! » (Gn 2,
23). En el trasfondo de esta narración se pueden considerar concepciones como la
que aparece también, por ejemplo, en el mito relatado por Platón, según el cual
el hombre era originariamente esférico, porque era completo en sí mismo y
autosuficiente. Pero, en castigo por su soberbia, fue dividido en dos por Zeus,
de manera que ahora anhela siempre su otra mitad y está en camino hacia ella
para recobrar su integridad[38].
En la narración bíblica no se habla de castigo; pero sí aparece la idea de que
el hombre es de algún modo incompleto, constitutivamente en camino para
encontrar en el otro la parte complementaria para su integridad, es decir, la
idea de que sólo en la comunión con el otro sexo puede considerarse « completo »
Solo al descubrir a
la persona del otro descubre qué es él y cómo llegar a la plenitud mediante la
entrega de quien le complementa. Aparentemente sale de si mismo, y es como si se
perdiera, pero en realidad se gana por el amor, porque llega a la plenitud.”
[39]
“Pensamos
que somos seres existentes en un mundo material y que tenemos algunas relaciones
de afecto. Nos engañamos sobre nuestro ser y tener. Porque somos
fundamentalmente seres que somos, que existimos, por las relaciones
interpersonales (primordialmente por la relación con Dios) que hay en la raíz
del ‘yo’ y tenemos un mundo de cosas a nuestra disposición, pero no formamos
parte de ellas”[40]
Se reconoce a sí mismo, descubre al otro, y
descubre la complementariedad que hay en el otro. Descubre también que el modo
de comunicarse es mediante el cuerpo.
Ahora bien, hay dos formas de contemplar a
ese otro:
como algo útil: lo que sirve para
mí. Objetos. Esto no me abre sino que cierra sobre mí. El hombre tiene
experiencia de que esa relación le permite sobrevivir, pero no complementarse.
Le permite tener y acumular pero no pacificarse.
como algo gozoso: digno de ser
valorado en sí mismo: digno de ser amado: esto sólo es la persona, que tiene ese
valor en sí misma. Por otra parte sólo este modo de contemplar al otro me abre
hacia fuera y me permite salir de la soledad. Sólo esta relación es digna entre
personas: es ética.
Uno de los caminos de comunicación y de
realización de esta intersubjetividad que me realiza dándome con el otro es la
sexualidad. Por tanto para ser sexualidad humana, lo importante es que sea
humana, no sólo técnica, ni sensible, ni placentera, sino con todas las
características de la humanidad. Un aspecto además muy importante de la
sexualidad es su característica objetiva de ser camino de fecundidad; aspecto
que debe quedar enmarcado también en lo anteriormente dicho, tanto referido a
los sujetos que la ejercitan como a la nueva persona que puede llegar a la
existencia.
La fecundidad es una característica que
resalta además el carácter social de la sexualidad en cuanto que hace ver que
transmitir la vida es un acto de amor y un acto social; es saberse responsables
del futuro y solidarios de la existencia del grupo humano al que se pertenece.
Hoy quizás esta perspectiva está muy oscurecida y se tiende a atribuir al niño
una función más sicológica que comunitaria. Se busca más la realización personal
a través de los hijos que enriquecer con un nuevo miembro a la comunidad de
pertenencia (la sociedad, la Iglesia). Esta privatización se inscribe dentro de
la tendencia individualista contemporánea que tiende a disociar sexualidad y
fecundidad.[41]
Como hemos visto la del hombre es distinta
de la de los animales porque esencialmente es una corporeidad personal.. Todo
discurso que se haga sobre la persona humana es también discurso sobre su
corporeidad. Conviene evitar la tentación de mirar el cuerpo como instrumento
separado del espíritu aunque estén muy ligados. Hay una integración entre el
aspecto material y el espiritual que hace que debamos hablar de persona corporal
y de cuerpo personal. El cuerpo humano está ordenado a expresar en el
mundo visible a la persona en cuanto tal
Teniendo en cuenta esta expresividad del
cuerpo humano, podemos distinguir una expresión verdadera cuando corresponde a
la verdad de la persona en su totalidad, , y una expresión engañosa cuando no
corresponde.
Podemos afirmar de entrada que el lenguaje
del cuerpo en la sexualidad debe expresar:
·
el amor de donación entre las personas
·
la potencial fecundidad que le es objetivamente inherente a la
sexualidad.
De lo anterior se
deduce el significado esponsal del cuerpo. ¿Qué entendemos por ‘esponsal’?
Entendemos capacidad de expresar donación al otro, de manifestar la vocación de
la persona a los esponsales, es decir, a la entrega de sí misma. Esto en un
primer momento no significa conyugalidad. En el Génesis el significado
esponsalicio del cuerpo es en un primer momento ante todo virginal, es decir, el
cuerpo manifiesta externamente la apertura al otro y esto no está necesariamente
vinculado a la unión «en una sola carne». En efecto, en el Edén la primera
comunión de personas que se dio entre Adán y Eva fue virginal, distinta de la
unión en «una sola carne», que vino después. Es más, según expone Juan
Pablo II, la unión específicamente conyugal hace revivir la unión virginal, que
constituyó el valor originario[42].
Por ello, la vocación que descubrió
Jesucristo, del celibato por el reino de los cielos, no es incompatible con el
significado esponsalicio del cuerpo, sino que en cierto modo lo significa más
plenamente:
«Si Cristo ha
revelado al varón y a la mujer, por encima de la vocación al matrimonio, otra
vocación -la de renunciar al matrimonio por el Reino de los cielos-, con esta
vocación ha puesto de relieve la misma verdad sobre la persona humana. Si
un varón o una mujer son capaces de darse en don por el Reino de los cielos,
esto prueba a su vez (y quizá aún más) que existe la Libertad del don en el
cuerpo humano. Quiere decir que este cuerpo posee un pleno significado
‘esponsalicio’»[43].
Ahora bien, este significado esponsalicio
del cuerpo, se descubre gracias a la inocencia originaria que tenían varón y
mujer en el paraíso. En aquel estado el cuerpo del otro no era para cada
uno «objeto» sino expresión de su persona.
En este estado de inocencia originaria, la
libertad traspasaba sin dificultad todas las capacidades humanas, permitiéndole
actuar sin ninguna contrariedad.
El ser humano no era coaccionado por las
tendencias de su cuerpo, independiente en cierto modo de su espíritu, por una
especie de instinto. Juan Pablo II expresa esta situación diciendo que
eran «libres de la libertad del don»[44].
En esta expresión se nombra dos veces la libertad; pues bien, la primera vez la
palabra «libres» indica el dominio de sí mismos, y la segunda vez la libertad es
intrínseca al don. El don es por sí mismo un regalo, y no tiene necesidad
de una manifestación concreta, porque no tiene solo una sino muchas
manifestaciones. El don que se puede realizar haciéndose «una sola carne»
no
es necesario.
En el estado de naturaleza caída es más
difícil advertir estas verdades, pero no dejan de ser eso, verdades originarias,
posibles de advertir también para el hombre actual, si se sitúa en la
perspectiva de la redención.
La experiencia de la
vergüenza originaria supone un <<segundo» descubrimiento del sexo», que
<<distingue al hombre «histórico» de la concupiscencia (...) del hombre
de la inocencia originaria» (cat. 29. n. 4). Ahora queda alterada la sencillez y
pureza de la comunicación recíproca propia de la desnudez originaria: el cuerpo
ya no es un fundamento «fuera de toda sospecha» para la comunión: la diferencia
sexual ahora bruscamente se siente como elemento de contraposición.
«La explicación de esta
vergüenza no debe buscarse en el cuerpo mismo, en la sexualidad somática
de ambos, sino que se remonta a las transformaciones más profundas sufridas por
el
espíritu humano» (cat. 31, n. 1). La vergüenza es una experiencia de
profunda raigambre antropológica; tiene incluso un carácter metafísico (cf. cat.
31 n. 3).
La experiencia común que
considera «viles» o «indecorosos» los miembros del cuerpo en los que más se
muestra la especificidad sexual se debe, no a un criterio fisiológico, sino
precisamente a la universalidad de la vergüenza originaria (cf. 1 Cor 12,22-24:
cat. 55, u. 5).
La vergüenza se
convierte así en necesidad de intimidad, de ser uno mismo y de uno mismo. Que me
vean como soy y que no me enajenen
La concupiscencia supone
y produce una «reducción intencional» y
axiológica del modo de percibir y vivir el cuerpo. La
relación de donación es sustituida por una relación de dominio irrespetuoso, de
posesión despótica, en la que el cuerpo del otro no es tratado como propio de
un sujeto, sino como mero objeto de deseo torpe (cf. cat. 31, n. 3).
El deseo concupiscente
—descrito por Cristo como «adulterio en el corazón» (cf. Mt 5,28)— supone, en
la intencionalidad del hombre, una reducción «axiológica»: la mujer ya no es
valorada en toda la belleza personal, expresión de feminidad y
complementariedad, sino rebajada a mero utensilio para satisfacer una apetencia
sexual (cf. cat. 40, n. 3;
41,
u. 1).
El dominio de sí
es la capacidad de subordinar los estímulos y las pasiones
que actúan sobre la persona al esfuerzo de su autorrealización en la verdad de
la propia realidad. A través del dominio de sí la persona se hace capaz de
obedecer a la verdad y como consecuencia hace crecer el propio ser, resistiendo
a la tentación de usar las propias potencialidades naturales y sensibles para
acrecentar exclusivamente el propio tener, la posesión de cosas o de emociones o
de sensaciones... El dominio de si está ordenado a la virtud de la castidad.
Hay
una «experiencia de fondo» en el «hombre de la concupiscencia» (cf. cat.
11, n. 4; CCE,
2521-2524) que es esta vergüenza originaria lo que modernamente ha sido
caracterizado como pudor sexual.
La posibilidad
de la concupiscencia hace surgir la necesidad de esconderse ante el ’otro’ con
el propio cuerpo, en aquello que determina la propia feminidad-masculidad
Este pudor
es signo de este alejamiento del origen, de la unidad primordial: el miedo, el
ocultamiento y la falta de confianza indican el derrumbamiento de la relación
originaria de comunión (cf. cat. 29, u. 5). El pudor significa:
En negativo:
pone de relieve que el varón y la mujer no sólo están íntimamente llamados a la
unidad interpersonal a través de la unión en una sola carne, sino que también
están «amenazados por la insaciabilidad de aquella unión» (cat. 30, u.
5).
En positivo:
el pudor significa también anhelo o nostalgia de esa plenitud originaria. Y,
además, indica el cauce concreto para una nueva inocencia.
Tras el pecado
original la experiencia de la vergüenza es para cada ser humano como un
«velo» que cumple una función doble:
por un lado le
defiende: cubre la desnudez propia o ajena para que no conduzca al rebajamiento
de la persona a mero objeto;
por otro le
hace valorarse: tiene un valor, no es de todos; le ayuda a saberse «custodio del
misterio del sujeto, es decir, de la libertad del don» y, por tanto, le orienta
a defenderla «de cualquier reducción a posiciones de puro objeto» (cf. cat. 19,
u. 2).
El dinamismo
del pudor es un elemento esencial en la reintegración propia del ethos
de la redención del cuerpo, pues tiene, como vemos, un doble significado:
mientras indica la amenaza del valor del cuerpo, al mismo tiempo lo preserva
interiormente (cat. 28, u. 6).
La experiencia
del pudor expresa en su complejidad —propia del hombre de la concupiscencia— las
reglas esenciales de la comunión interpersonal, arraigadas en la soledad
originaria (cf. cat. 12, u. 1). Contiene en su dinámica -en gran medida
preconsciente e ineludible— tanto el temor por el propio «yo» ante el «segundo
yo», como «la necesidad de la afirmación y de la aceptación de este «yo», según
su justo valor» (ibídem).
Es, al mismo tiempo,
como una «señal de alarma», que se activa en la conciencia en el
momento en que surge el peligro de rebajamiento del propio cuerpo a objeto de
uso. Al mismo tiempo, la experiencia originaria y universal del pudor es un
«cauce» concreto
para superar esa tendencia y entablar, mediante el cuerpo mismo, una relación
personal de comunión. Salvaguarda la intimidad, llevándola al don
recíproco. «Mientras separa a un ser humano del otro (la mujer del
hombre), busca al mismo tiempo un acercamiento personal entre ambos,
creándoles una base y un nivel idóneos» (ibídem).
El pudor sexual, como
«necesidad de la intimidad respecto al propio cuerpo» —para asegurar el don
recíproco ante el riesgo de que la desnudez anónima convierta al hombre en
objeto— es «un
elemento permanente de la cultura y de las costumbres», y «pertenece a la
génesis del ethos del cuerpo humano» (cat. 61, u. 2). Esta tendencia
cultural a cubrir la desnudez no responde sólo a motivos culturales y
climáticos, sino a un proceso de crecimiento o afinamiento de la sensibilidad
personal. Es más en la medida en que se afina la sensibilidad humana personal se
da una conciencia más profunda del pudor (no me refiero aquí a cubrir más o
menos, sino al sentido del hecho) Al contrario cuando la sociedad es más
primitiva aparece más la desnudez del hombre-objeto.
De una tertulia con San
Josemaría:
Yo no tengo
inconveniente en decirte que el desnudo clásico me gusta mucho, y me lleva
a Dios. En el Capitolio, en Roma, hay una Venus; la Venus Capitolina. No la ha
recogido Satanás, la recogieron los Papas, y ahora está en ese museo, sola, en
una sala -yo la he visto hace unos años- y sin ningún vestido. La miré, en su
desnudez casta, y bendije a Dios. Ningún mal pensamiento, ningún mal deseo.
(…) Tienen que envilecer
sus pinceles y sus lápices, para manchar el arte con cosas brutales y obscenas.
Hija mía, sé artista. ¡Artista del alma y artista de los colores! Y diles con
cariño, que no sean toscos. Que pudiendo ser criaturas de Dios, no se hagan
bestias. Y que has oído a un sacerdote que quiere mucho a la Santísima Virgen,
que es Madre castísima y Virgen inmaculada, decir que ha admirado, con
agradecimiento a Dios nuestro Señor, la Venus Capitolina.
4.5.6.1
Eros:
«El término “eros” tiene muchos matices
semánticos» (cat. 47, n. 4). «Según Platón, el “eros” representa la fuerza
interior, que arrastra al hombre hacia todo lo que es bueno, verdadero y bello»
(cat. 47, n. 2). Parte de lo sensible y se proyecta hacia la plenitud
espiritual. Uno de los rasgos más característicos de esta atracción es la
intensidad con que afecta al sujeto humano. Dira Benedicto XVI en su primera
encíclica Deus charitas est: “Los antiguos griegos dieron el nombre de
eros al amor entre hombre y mujer, que no nace del pensamiento o la voluntad,
sino que en cierto sentido se impone al ser humano” (n. 3). El deseo
erótico es de naturaleza sensual y sexual: la atracción recíproca del varón
y de la mujer, que buscan el acercamiento y la unión corpórea como modo de
entrar en comunión con el misterio de la otra persona.
En el lenguaje común, en cambio, muchas
veces se olvida la elevación hacia lo trascendental inscrita en el eros. Además,
en algunas propuestas educativas y culturales no se tiene suficientemente en
cuenta que la concupiscencia de la carne en el hombre del pecado es una amenaza
continua a este impulso de comunión interpersonal. Así, por erotismo llega a
entenderse la mera relación placentera, sin adentrarse en la intimidad de las
personas, y sin atención a las exigencias éticas de la misma.
Rasgos del eros :En los comentarios a las
imágenes poéticas del libro del Cantar de los Cantares se ponen de relieve
algunos rasgos esenciales del eros:
-
la percepción de la inviolabilidad de
la mujer en su misterio y dignidad personales: «fuente sellada, jardín
cerrado» ( cf. cat. 111, nn. 57);
-
la mutua pertenencia y la actitud de
donación recíproca: «mi amado es para mí y yo soy para mi amado» ( cf.
ibídem,
nn. 8-9);
-
la captación de la subjetividad de la
otra persona, «segundo yo»: «amiga, hermana» ( cf. cat. 110, nn. 3-6);
-
la intensidad: el amor es «una llama»
que <das aguas torrenciales no pueden apagar» ( cf. cat. 114, n. I );
-
el deseo de unión: «yo soy para mi
amado y hacia mí tiende su deseo» (cf. cat. 113, n. 5);
-
la inquietud y la vulnerabilidad:
«crueles como el abismo son los celos» ( cf. cat. 114, n. I );
-
la limitación y la apertura hacia otro
horizonte superior, el de la caridad cristiana o ágape (cf. ibídem,
nn. 4-5).
La fuerza de la atracción sexual humana del
eros
pone de relieve su intrínseca autotrascendencia: desde la esfera sensual y
afectiva a la espiritual, hacia el amor personal del varón y la mujer (cf. cat.
113, n. 1; Familiaris consortio, 11; Mulieris dignitatem, 29). Y,
más allá todavía, su proyección hacia la comunión amorosa con el Dios personal,
el único que puede saciar los deseos del corazón humano.
4.5.6.2
Ethos:
Mientras que la ética se refiere a la
ciencia del bien y del mal en el obrar del hombre en cuanto hombre, el ethos
alude, en cambio, a ese mismo bien/mal, pero desde una consideración vital,
propia de la experiencia. Normalmente se refiere a algún aspecto concreto de la
vida. «La moral viva es siempre ethos de la praxis humana» (cat. 44, n.
2). El
ethos «puede ser definido como la forma interior, el alma de la moral
humana» (cat. 24, n. 3). Contiene «las complejas esferas del bien y del mal,
dependientes de la voluntad humana y sometidas a las leyes de la conciencia y de
la sensibilidad del corazón humano»(cat.47, n.1).
4.5.6.3
Eros y ethos
En las catequesis de Juan Pablo II el
eros es interpretado desde «la recíproca atracción y la perenne llamada de
la persona humana -a través de la masculinidad y la feminidad -a esa «unidad en
la carne» que, al mismo tiempo, debe realizar la unión-comunión de las personas»
(ibídem), de que habla Gn 2,23-25. Por eso el eros es puesto en
relación con el ethos de la redención del cuerpo y con la
concupiscencia de la carne.
Algunas tendencias
dentro del cristianismo promovieron una visión negativa del eros. Quizás la
mayor influencia moderna ha venido del obispo sueco Andrés Nygren, primer
presidente de la Federación luterana mundial, en una obra en dos volúmenes
titulada Eros and Agape (1930-1937). Defendió su pensamiento citando, en el bien
y en el mal, a Martín Lutero como su fuente principal. También el teólogo Karl
Barth también su interpretación.El amor verdadero, en el sentido
evangélico, exige odio ilimitado de si, y la antítesis de agapé es eros, amor
egocéntrico, amor como deseo. El anhelo humano de plenitud, debe destruirse, y
la seducción a través de la belleza y la bondad, que suscita nuestro amor, es
incompatible con el cristianismo. Entre estos dos tipos de amor no puede existir
ninguna vía intermedia, ninguna mediación; ningún camino, ni siquiera la
sublimación, lleva del eros al agapé[45].
También Benedicto XVI en su primera
encíclica Deus charitas est, recoge la acusación de alguna filosofía moderna,
según la cual “el cristianismo, según Friedrich Nietzsche, habría dado de beber
al eros un veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en
vicio”.(n. 3).
Pero “el cristianismo, -se pregunta el
Romano Pontífice-, ¿ha destruido verdaderamente el eros? Recordemos el
mundo precristiano. Los griegos —sin duda análogamente a otras culturas—
consideraban el eros ante todo como un arrebato, una « locura divina »
que prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación de su
existencia y, en este quedar estremecido por una potencia divina, le hace
experimentar la dicha más alta. (…) En el campo de las religiones, esta actitud
se ha plasmado en los cultos de la fertilidad, entre los que se encuentra la
prostitución « sagrada » que se daba en muchos templos. El eros se
celebraba, pues, como fuerza divina, como comunión con la divinidad.
A esta forma de religión que, como una
fuerte tentación, contrasta con la fe en el único Dios, el Antiguo Testamento se
opuso con máxima firmeza, combatiéndola como perversión de la religiosidad. No
obstante, en modo alguno rechazó con ello el eros como tal, sino que
declaró guerra a su desviación destructora, puesto que la falsa divinización del
eros que se produce en esos casos lo priva de su dignidad divina y lo
deshumaniza. En efecto, las prostitutas que en el templo debían proporcionar el
arrobamiento de lo divino, no son tratadas como seres humanos y personas, sino
que sirven sólo como instrumentos para suscitar la « locura divina »: en
realidad, no son diosas, sino personas humanas de las que se abusa. Por eso, el
eros ebrio e indisciplinado no es elevación, « éxtasis » hacia lo divino,
sino caída, degradación del hombre. Resulta así evidente que el eros
necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un
instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su
existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser.”(n. 4)
“El eros, degradado a puro « sexo
», se convierte en mercancía, en simple « objeto » que se puede comprar y
vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía. En realidad, éste
no es propiamente el gran sí del hombre a su cuerpo. Por el contrario, de este
modo considera el cuerpo y la sexualidad solamente como la parte material de su
ser, para emplearla y explotarla de modo calculador. Una parte, además, que no
aprecia como ámbito de su libertad, sino como algo que, a su manera, intenta
convertir en agradable e inocuo a la vez. En realidad, nos encontramos ante una
degradación del cuerpo humano, que ya no está integrado en el conjunto de la
libertad de nuestra existencia, ni es expresión viva de la totalidad de nuestro
ser, sino que es relegado a lo puramente biológico. La aparente exaltación del
cuerpo puede convertirse muy pronto en odio a la corporeidad” (n. 5)
“Es necesario encontrar continuamente en
lo que es «erótico» el significado esponsal del cuerpo y la auténtica dignidad
del don. Ésta es la tarea del espíritu humano, tarea de naturaleza ética. Si no
se asume esta tarea, la misma atracción de los sentidos y la pasión del cuerpo
pueden quedarse en mera concupiscencia carente de valor ético, y el hombre,
varón y hembra, no experimenta esa plenitud del «eros», que significa el impulso
del espíritu humano hacia lo que es verdadero, bueno y bello, por lo que también
lo que es «erótico» se convierte en verdadero, bueno y bello. Es indispensable,
pues, que el ethos venga a ser la forma constitutiva del eros” (
cat. 48, n. I ). De este modo, el ethos purifica el eros del
hombre de la concupiscencia, confiriendo a los deseos de su corazón la
espontaneidad auténticamente personal ( cat. 48, n. 2), en el autodominio que
capacita para la libertad del don de sí. El ethos permite que se de la verdad
del eros y por ello que el hombre se plenifique. “Ni la carne ni el espíritu
aman: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual
forman parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en
una unidad, el hombre es plenamente él mismo. Únicamente de este modo el amor
—el eros— puede madurar hasta su verdadera grandeza.”[46]
“En realidad, eros y agapé
—amor ascendente y amor descendente— nunca llegan a separarse completamente.
Cuanto más encuentran ambos, aunque en diversa medida, la justa unidad en la
única realidad del amor, tanto mejor se realiza la verdadera esencia del amor en
general. Si bien el eros inicialmente es sobre todo vehemente, ascendente
—fascinación por la gran promesa de felicidad—, al aproximarse la persona al
otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez
más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará « ser
para » el otro. Así, el momento del agapé se inserta en el eros
inicial; de otro modo, se desvirtúa y pierde también su propia naturaleza. Por
otro lado, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo,
descendente. No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien
quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don. Es cierto —como nos dice el
Señor— que el hombre puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua
viva (cf. Jn 7, 37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él
mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es
Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (cf. Jn 19,
34).”[47]
La pornografía y
la pornovisión suponen una transgresión del «límite de la vergüenza, o
sea, de la sensibilidad personal respecto a lo que se refiere al cuerpo humano
sexuado, a su desnudez; cuando en la obra artística o mediante las técnicas de
la reproducción audiovisual se viola el derecho a la intimidad
del cuerpo en su masculinidad o feminidad y en último término— cuando se viola
esa profunda ordenación del don y del recíproco donarse, que está
inscrita en la feminidad y masculinidad a través de la entera estructura del
ser hombre» (cat. 61, n.4). La sensibilidad personal desaprueba la reducción del
cuerpo humano al rango de mero objeto de placer (cf. cat. 63, u. 5).
En cambio, el llamado «naturalismo»,
que reclama el «derecho a mostrarlo todo», olvida que la entera
verdad sobre el hombre «exige tomar en consideración tanto el sentido de la
intimidad del cuerpo como la coherencia del don vinculado a la masculinidad y
feminidad del cuerpo mismo, en el cual se refleja el misterio del hombre, propio
de la estructura interior de la persona» (cat. 62, u. 2.
Cf. Gratissimnn sane,
20).
El cuerpo humano se convierte en modelo
para la obra de
arte (artes plásticas, escultura o pintura) que es elaborado por el
artista. El cuerpo humano como objeto de reproducción en otras artes: cine,
fotografía, televisión, aunque convertido en anónimo al contar una historia, y
en ese sentido objetivado. Estamos hablando de una experiencia estética para el
observador, que sin embargo porque el hombre está tan vinculado a su objeto –es
su propio cuerpo humano, y este tiene unos valores y significados propios
(carácter esponsalicio)- no puede dejar de afectarle subjetivamente y por tanto
su mirada estética no estará totalmente aislada de su mirada ética: es no solo
un mirar para ver, sino que puede ser también un mirar para desear.
Evidentemente estamos aquí ante una
situación en la que confluyen significados que busca el artista, medios que
utiliza, y sensibilidad del espectador.
¿Cuándo la cultura se convierte en
pornovisión o pornografía? Cuando es sobrepasado el límite de la
vergüenza, o sea, de la sensibilidad personal, respecto a lo que se refiere al
cuerpo humano, a su desnudez; cuando en la obra artística o mediante las
técnicas de la reproducción audiovisual se viola el derecho a la intimidad
del cuerpo en su masculinidad o feminidad y –en último término- cuando se viola
esa profunda
ordenación del don y del recíproco donarse, que está inscrita en la
feminidad y masculinidad a través de la entera estructura del ser del hombre.
Dicho de otra forma cuando el sentido de la
vergüenza y de la sensibilidad resultan ofendidos es porque se ha trasladado a
la dimensión de comunicación social, de propiedad pública, lo que en el justo
sentir del hombre pertenece a la relación interpersonal.
Cuando desde el punto de vista del
naturalismo se reclama poder representar todo lo que es humano, y eso en
nombre de la verdad realista sobre el hombre, se esta haciendo un flaco servicio
a la verdad sobre el hombre. Es precisamente la verdad entera sobre el hombre la
que exige tomar en consideración tanto el sentido de la intimidad del cuerpo,
como la verdad sobre el don vinculado a la masculinidad y feminidad del cuerpo
mismo, en el que se refleja el misterio del hombre, propio de la estructura
interior del hombre.
El animal no tiene pudor, no tiene
vergüenza, no tiene intimidad, no puede darse, no ama. Se puede manifestar
desnudo delante de todos los demás animales.
El cuerpo humano en su desnudez, entendido
como una manifestación de la persona y como su don, o sea, como signo de
confianza y de donación a la otra persona que también esta convencida de ese don
y que está dispuesta a responder de ese mismo modo personal, se hace fuente de
una particular ‘comunicación’ personal.
El problema no es de puritanismo, ni de
moralismo estrecho, como tampoco de un pensamiento maniqueo, sino de
defensa de la verdad integral sobre el hombre y su dignidad. Se trata de un
conjunto de valores frente a los cuales el hombre no puede permanecer
indiferente.
En todas las épocas nos encontramos con
artistas y con obras cuyo tema es el cuerpo humano en su desnudez, y cuya
contemplación nos permite concentrarnos, en cierto sentido, sobre la verdad
entera del hombre, sobre la dignidad y sobre la belleza –también suprasensual-
de su masculinidad y feminidad. Estas obras llevan en sí, como escondido, un
elemento de sublimación que conduce al espectador, a través del cuerpo, al
entero misterio personal del hombre.
Resumiendo podemos decir que en primer
lugar (el ethos de la imagen) el artista debe ser consciente de
que su obra al tratar del cuerpo humano no solo tiene un carácter estético
sino también ético. En su obra se trasluce el mundo de los valores
interiores que el lleva y por tanto la vivencia sobre la verdad del objeto que
está tratando. El conjunto de estos valores ya tiene un contenido ético que debe
ajustarse a la verdad sobre el objeto: el cuerpo personal. Pero además
la calidad y el modo de representación y simbolización artística deben
adecuarse también a la verdad sobre el cuerpo humano. Si nuestra sensibilidad
personal reacciona con objeciones es porque descubrimos que en la
intencionalidad de la obra de arte, o en su representación junto a la
objetivación del hombre y de su cuerpo está presente de modo insoslayable una
reducción del cuerpo al rango de objeto, de objeto de placer destinado a la
satisfacción de la concupiscencia misma.
Por otra parte debemos tener en cuenta al
espectador (el ethos del ver). El mirar de este debe procurar esforzarse
por descubrir esa verdad completa sobre el hombre, que representa la imagen.
También puede quedarse en un consumidor superficial de impresiones, que
aprovecha el encuentra con el tema-cuerpo para su sensibilidad.
Conviene advertir de
la dificultad de comprensión que estos temas conllevan por un ambiente
cultural acostumbrado a enfocar la verdad como construcción personal y como
decisión, más que como descubrimiento y reconocimiento. Frecuentemente
cuando se insiste en este planteamiento de reconocimiento, se teme que haya un
sometimiento cosista a la biología, o la naturaleza física. Nada más alejado
de la realidad. Nos referimos a la verdad que “nos dice” la propia realidad
personal y social, que no está sometida a las leyes físicas, sino a las
psicológicas, sociales, y antropológicas. Esta realidad es la que hay que
escuchar, para entendernos, y para poder obrar según lo que somos.
Cuando, por el
contrario, se pretende construir la verdad desde la decisión, no es infrecuente
observar la
desorientación de las personas. Efectivamente se ha perdido la referencia
a la realidad, y la voluntad queda indecisa para orientarse.
Por eso mucha gente
puede encontrarse sustituyendo la realidad por opiniones y aceptación de
situaciones que no les hacen felices, pero de las que no saben salir porque
piensan que no hay nada en lo que apoyarse.
La “lectura” de esa
realidad que llamamos cuerpo-sexo-persona, debe ayudar a descubrir esos
caminos por los que transitando –no sin dificultades-, se avanza hacia la
felicidad. Nuestra tarea es mostrar, no demostrar. Se trata de reconocer. No hay
principios anteriores a los que referirse, desde los cuales se pueda deducir
algo. Por eso hace falta estar atentos para reconocer.
4.5.8.1
El cuerpo humano como lenguaje
En sentido general podemos decir que el
lenguaje es la comunicación de un mensaje de un emisor a un receptor. Ese
mensaje transmite un contenido de significado (conceptos o ideas) mediante una
expresión simbólica (vehículo significante: términos) descifrable por ambos
sujetos de la comunicación.
En el sentido más perfecto, el lenguaje
-gesticular, oral o escrito- se da entre personas. La comunicación es, por ello,
«común unión> (cf. cat. 12, n. 4). Pero en un sentido analógico, aunque más
primordial, el lenguaje se concibe también como la expresión o automanifestación
correlativa a la estructura de cada ser. Así, se habla, por ejemplo, de la
belleza del lenguaje de las plantas o de la precisión de los códigos descifrados
en las funciones celulares. La Sagrada Escritura habla del lenguaje cósmico como
mensaje del Creador (por ejemplo: Sal 19,2-5; 104; Sir 42,15-43,33).
En este contexto se puede hablar de dos
sentidos fundamentales del lenguaje del cuerpo: objetivo y subjetivo (cf.
ibídem,
n. 4). En el sentido objetivo el lenguaje del cuerpo es considerado en sí
mismo, en su significado ontológico y teológico, en el sentido subjetivo es
considerado en la captación de ese significado por parte del propio sujeto, y en
la adecuación al mismo en su actuar. El sentido objetivo del lenguaje del
cuerpo en cuanto a la sexualidad lo constituye el matrimonio como «sacramento
primordial>> o el celibato. En sentido subjetivo el cuerpo «habla»
-o, más bien, el varón y la mujer «hablan>> a través del cuerpo con el
lenguaje de la masculinidad y feminidad, del don personal, la fidelidad y el
amor o de la infidelidad y el adulterio. Ambas dimensiones se implican
mutuamente en la verdad del amor esponsal. Mientras que la dimensión objetiva
contiene la verdad de vivir en la comunión, la dimensión subjetiva expresa la
verdad de los corazones humanos ( cf. cats. 110, n. 1; 117,
n.5).
4.5.8.2
Diversos contenidos de ese lenguaje:
En sentido objetivo este lenguaje se
basa en la ontología y en la teología del cuerpo y las manifiesta. Es lenguaje
del Creador, su autor; y el hombre -sujeto racional- es capaz de captarlo. «Esto
es el cuerpo: testigo de la creación como un don fundamental y, por
tanto, testigo del Amor como manantial del que ha nacido este mismo donar.
La masculinidad-feminidad -es decir, el sexo- es el signo originario de
una donación creadora y de una toma de conciencia por parte del hombre, varón y
hembra, de un don vivido, por así decirlo, de modo originario. Éste es el
significado con el que el sexo entra en la teología del cuerpo» (cat. 14, n. 4).
Este lenguaje de la masculinidad y
feminidad «debe ser entendido de un modo plenamente personalista» (cat.
118, n. 4). Podríamos decir que incluye en su «gramática» una serie de
significados específicamente personales: ante todo, el significado de amor «esponsal>
como constitutivo teológico de la criatura humana (cf. cats. 14, n. 5 y 15, n.
5).
También contiene otros significados
relacionados con ese significado esponsal:
-
el valor de don
recibido del Creador y de don interhumano ( cf. cats.
14, n. 4; 15, n. 4 y 17, n. 6).
-
el sentido de
comunión conyugal y familiar (cf. cats.. 104, nn. 5-6;
108, n. 4).
-
la verdad de la
fidelidad, la honestidad y la unión indisoluble del
matrimonio ( cf. cat. 107 , n. 2).
-
el «significado
procreativo» del cuerpo sexuado (cf. cat. 106, n. 6);
-
el valor y dignidad
absolutos del cuerpo sexuado y su irreductibilidad a
objeto de apropiación y uso ( cf. cat. 114, n.3).
La lectura del lenguaje esponsal del cuerpo
(sentido subjetivo) contiene la verdad de la persona y, por tanto, las
exigencias de las normas morales objetivas (cf. cats. 124, n. 4; 120, n. 2).
«Si el ser humano -varón y hembra- en el matrimonio, e indirectamente, también
en todos los ámbitos de la mutua convivencia, confiere a su comportamiento un
significado conforme a la verdad fundamental del lenguaje del cuerpo,
entonces
también él mismo «está en la verdad», En el caso contrario, miente y
falsifica el lenguaje del cuerpo» ( cat. 107 , n. 3). El ethos de la
redención del cuerpo -al superar el dinamismo falseador de la concupiscencia-
confiere la posibilidad real de retornar del error o pecado a la verdad o
castidad (cf. cat. 108, n. 3).
4.5.8.3
Fecundidad y conyugalidad
La sexualidad humana no está situada
meramente en el nivel biofisiológico, inconsciente, sino en el plenamente
personal.
Fecundidad
Esa verdad sobre la sexualidad humana
-comprendida dentro del proyecto permanente del Creador- es específicamente
personal y, por tanto, está orientada al amor: a la comunión conyugal en una
sola carne (cf. Gn 2,24; Mt f t 19,5), que Él mismo bendice con el don del hijo
(cf. Gn 4,1).
En efecto, se afirma que «la formulación
bíblica, extremadamente concisa y simple, indica el sexo, feminidad y
masculinidad, como esa característica del hombre -varón y hembra- que les
permite, cuando se convierten en «una sola carne», poner al mismo tiempo toda su
humanidad bajo la bendición de la fecundidad. Sin embargo, el contexto completo
de esta fórmula lapidaria no nos permite detenernos en la superficie de la
sexualidad humana, no nos consiente tratar del cuerpo y del sexo fuera de la
plena dimensión del hombre y de la «comunión de las personas»» (cat. 10, n. 2).
En el acto de «conocimiento»
recíproco entre el hombre y la mujer están presentes, en cierto modo, tanto la
objetividad del cuerpo sexuado como la subjetividad personal del don recíproco
de sí (cf. ibídem,
n. 4). En el acto de «conocimiento» conyugal el varón y la mujer profundizan
en el conocimiento de sí mismos gracias al conocimiento personal del otro: se
conocen -uno junto a otro y uno a través del otro- como esposo, esposa, padre y
madre. y después se conocen recíprocamente «en el «tercero», originado a
partir de ambos»: en el hijo (cf. ibídem, n. 5).
«Por tanto, el «conocimiento» en sentido
bíblico significa que la determinación «biológica» del hombre, por parte de su
cuerpo y sexo, cesa de ser algo pasivo, y alcanza un nivel y un contenido
específicos en las personas autoconscientes y autodeterminantes; por eso
comporta una particular conciencia del significado del cuerpo humano, vinculada
a la paternidad y a la maternidad». Permite que cada uno se descubra en toda su
riqueza ontológica.
Conyugalidad
El cuerpo sexuado de la criatura humana
significa y
reclama la unión personal del varón y la mujer orientada a la
generación de una nueva persona. El cuerpo humano es personal
(«persona-cuerpo»). Metafísicamente esta realidad ha sido formulada como
unidad sustancial de la persona humana: alma espiritual y cuerpo orgánico
como coprincipios -forma y materia en la explicación aristotélica del sujeto
humano ( cf. Veritatis Splendor, 48; Gaudium et spes, 14.1;
CCE, 362368). Todo lo humano -todas las dimensiones y manifestaciones de lo
humano, incluido el cuerpo de cada individuo- es personal.
La unión varón-mujer no puede ser, por
tanto, meramente biológica ni fisiológica, porque el ser humano no es mero
animal, sino que ha de ser personal y, por tanto, de amor total ( «persona-don»
), que estrecha los lazos interpersonales ( «persona -comunión» ). La
totalidad o perfección de ese amor en la esfera sexual requiere la conyugalidad
(cf. Humanae vitae,
9). Es decir, requiere de un modo intenso y peculiar -a causa de
la dignidad del varón, de la mujer, del hijo y del Creador, que es la fuente de
la vida y del amor, presente en esa íntima relación- la exclusividad y la
reciprocidad, la indisolubilidad y la fidelidad, que se despliega
fecundamente en la persona del hijo y en toda la riqueza comunicativa de
«atmósfera» matrimonial y familiar.
La sexualidad humana, requiere, por tanto,
la conyugalidad, como especial forma de comunión estrechísima de vida y amor (
cf. Gaudium et spes, 48.1 ), en correspondencia con el significado
esponsal del cuerpo humano. Ello es debido al elevado valor o «densidad»
de los bienes que la sexualidad humana contiene: el nacimiento y
educación del hijo, de dignidad absoluta e irreductible; el afecto conyugal y
familiar; el desarrollo armónico de la sociedad (cf. CCE, 1643-1654).
Puede decirse que la sexualidad contiene
la máxima potencialidad humana en el orden de la naturaleza, porque el hijo,
fruto de la generación, es una nueva persona. «En la biología de la
generación está inscrita la genealogía de la persona» ( Gratissimum sane,
9). En el acto sexual los progenitores abren hasta lo más recóndito del propio
misterio corpóreo, dan la semilla de sí mismos, prolongando la vida más allá de
la muerte. «El horizonte de la muerte se abre ante el hombre, juntamente
con la revelación del significado generador del cuerpo» (cat. 22, n. 5).
En cuanto sujeto espiritual cada hijo es
creado directamente por Dios, el único capaz de dar origen a un alma humana
individual ( cf. Evangelium vitae, 43, que a su vez remite a la enc.
Humani generis de Pío XII), por lo que los padres son cooperadores, con una
paternidad subordinada a la del Padre eterno (cf. Ef3,15). Por ello hablamos
de que son procreadores, a diferencia de ser reproductores sólo en el orden
infrapersonal. El hijo no es un producto, un bien útil, sino un bien absoluto,
valioso en sí y por sí; fin, no medio; don de Dios, persona de dignidad superior
a la naturaleza irracional, que Dios ama «por sí misma» (Gaudtum et spes, 24) y
que merece ser amada por sí misma. La sexualidad humana es lugar en el que
actúa el amor creador de Dios, «terreno sagrado». En la «experiencia originaria»
de la maternidad la primera mujer expresa la conciencia de esa acción creadora
de Dios en la generación humana: «He adquirido un varón con el favor de
Yahvé» (Gn 4,1. Cf. cat. 21, n. 6; Mulieris dignitatem,
8 y 18; Fa! miliaris consortio, 14 y 28; Gaudium et spes,
50). «En la paternidad y maternidad humanas Dios mismo
está presente» ( Gratissimum sane, 19. Cf. 2 M 7,22 s; Sal
139,13; Evangelium vitae, 44).
4.5.8.4
Estructura íntima y significados del acto
conyugal
Explica la encíclica de Pablo VI (nn.
11-12) que el Creador ha unido los dos significados del acto conyugal -unitivo y
procreador- y los hombres no deben separarlos en la intencionalidad de su
actuar. Conviene insistir en que se trata de significados objetivos del acto en
sí mismo en su biología de personas.
Obrando en conformidad al doble
significado del acto conyugal los cónyuges se comportan en «fidelidad al plan
divino» ( cat. 122, n. 6. Cf. Humanae vitae, 13), «no tanto
por la fidelidad a una impersonal <ley natural> cuanto al Creador-persona,
fuente y Señor del orden que se manifiesta en esa ley» (cat. 125, n. 6). La
regla de la sexualidad humana no es meramente biológica, sino que
constituye, además, <<la expresión del «orden de la naturaleza», es decir,
del providencial Plan del Creador, en cuya fiel ejecución consiste el
verdadero bien de la persona»
(ibídem).
La vida íntima conyugal es la «relectura»
en la verdad del amor del lenguaje esponsal del cuerpo. Esta «relectura» ha de
realizarse en
cada acto conyugal, porque los actos no son separables de la intimidad de la
persona, sino que la expresan («persona-acto». Cf. Veritatis Splendor, 67
y 71-72). Todos los actos de la vida conyugal -incluidos los actos de la
intimidad marital- constituyen una renovación o actualización de la promesa
expresada verbalmente en la alianza de amor conyugal.
Se da la verdad o la mentira según haya o
no conformidad con la «estructura íntima» y los «significados» (cf. Humanae
vitae, 12) del amor conyugal. Estas dos categorías explican la verdad del
acto conyugal en dos perspectivas: la «estructura íntima», la dimensión
ontológica o naturaleza, y, después, sobre esa base, los «significados», la
dimensión subjetiva y psicológica ( cf. cat. 119, n. 6). «El «significado»
nace en la conciencia con la relectura de la verdad (ontológica) del
objeto»
( cat. 120, n. 1 ). En este proceso tiene lugar la adecuación a la norma de la
ley moral natural. «La norma se identifica con la relectura, en la verdad, del
<<lenguaje del cuerpo»» (ibídem, n. 2). No se trata de una
biologización de la ética sexual, sino que el lenguaje del cuerpo contiene y
expresa la verdad de la persona, que es el amor conyugal orientado a la comunión
conyugal ( cf. cat. 126, nn. 1-2; Comisión episcopal española para la
doctrina de la fe, Una encíclica profética: La «Humanae vitae». Reflexiones
doctrinales ypastorales, 21-XI-1992, nn. 27-34).
Gaudium et spes: 48:
48 (...) Por su índole natural, la institución del matrimonio y el amor
conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la
prole, con las que se ciñen como con su corona propia. De esta manera, el marido
y la mujer, que por el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne (Mt
19,6), con la unión íntima de sus personas y actividades se ayudan y se
sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la logran cada vez
más plenamente. Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo
que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble
unidad.
Leamos en primer lugar
unos puntos del Catecismo de la Iglesia Católica que nos ayuden a captar los
conceptos fundamentales, que han sido ya explicados en la exposición que
acabamos de hacer pero que deben ser aplicados a la vida concreta y real de los
esposos
CEC nn.: 2366-2372
La fecundidad y los
dos significados del matrimonio
2366
La fecundidad es un don, un fin del matrimonio, pues el amor conyugal
tiende naturalmente a ser fecundo. El niño no viene de fuera a añadirse al
amor mutuo de los esposos; brota del corazón mismo de ese don mutuo, del que es
fruto y cumplimiento. Por eso la Iglesia, que "está en favor de la vida"
(FC 30), enseña que todo "acto matrimonial, en sí mismo, debe quedar abierto
a la transmisión de la vida" (HV 11). "Esta doctrina, muchas veces expuesta
por el magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios
ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre
los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado
procreador" (HV 12; cf Pío XI, enc. "Casti connubii").
2367
Llamados a dar la vida, los esposos participan del poder creador y de la
paternidad de Dios (cf Ef 3,14; Mt 23,9). "En el deber de transmitir la vida
humana y educarla, que han de considerar como su misión propia, los cónyuges
saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y en cierta manera sus
intérpretes. Por ello, cumplirán su tarea con responsabilidad humana y
cristiana" (GS 50,2).
Regulación de la
procreación: criterios objetivos y subjetivos
2368
Un aspecto particular de esta responsabilidad concierne a la "regulación de la
procreación". Por razones justificadas, los esposos pueden querer espaciar
los nacimientos
de sus hijos. En este caso, deben cerciorarse de que su deseo no nace del
egoísmo, sino que es conforme a la justa generosidad de una paternidad
responsable. Por otra parte, ordenarán su comportamiento según los criterios
objetivos de la moralidad:
El carácter moral de la conducta, cuando se trata de conciliar el amor conyugal
con la transmisión responsable de la vida, no depende sólo de la
sincera intención y la apreciación de los motivos, sino que debe
determinarse a partir de
criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y
de sus actos; criterios que conserven íntegro el sentido de la
donación mutua y de la procreación humana en el contexto del amor verdadero;
esto es imposible si no se cultiva con sinceridad la virtud de la castidad
conyugal (GS 51,3).
2369
"Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, el acto
conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su ordenación a
la altísima vocación del hombre a la paternidad" (HV 12).
Moralidad objetiva
buena de la continencia periódica e intrínsecamente mala de los métodos
anticonceptivos.
2370
La continencia periódica, los métodos de regulación de nacimientos fundados en
la autoobservación y el recurso a los períodos infecundos (cf HV 16) son
conformes a los criterios objetivos de la moralidad. Estos métodos respetan el
cuerpo de los esposos, fomentan el afecto entre ellos y favorecen la educación
de una libertad auténtica. Por el contrario, es intrínsecamente mala "toda
acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el
desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como medio,
hacer imposible la procreación" (HV 14):
"Al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, el
anticoncepcionismo
impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al
otro totalmente: se produce no sólo el rechazo positivo de la apertura a la
vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal,
llamado a entregarse en plenitud personal". Esta diferencia antropológica y
moral entre la anticoncepción y el recurso a los ritmos periódicos "implica...
dos concepciones de la persona y de la sexualidad humana irreconciliables entre
sí" (FC 32).
2371
Por otra parte, "sea claro a todos que la vida de los hombres y la tarea de
transmitirla no se limita a este mundo sólo y no se puede medir ni entender sólo
por él, sino que mira siempre al destino eterno de los hombres" (GS 51,4).
El papel del Estado
2372
El Estado es responsable del bienestar de los ciudadanos. Por eso es legítimo
que intervenga para orientar el incremento de la población. Puede hacerlo
mediante una información objetiva y respetuosa, pero no mediante una decisión
autoritaria y coaccionante. No puede legítimamente suplantar la iniciativa de
los esposos, primeros responsables de la procreación y educación de sus hijos (cf
HV 23; PP 37). El Estado no está autorizado a favorecer medios de regulación
demográfica contrarios a la moral.
Hay que decir que la doctrina sobre la
unión entre matrimonio y fecundidad había sido pacíficamente poseída desde el
comienzo de la Iglesia[49].
Hasta 1930, era una doctrina unánime entre católicos y ortodoxos, anglicanos y
protestantes. Fue en 1930 cuando los anglicanos admitieron la licitud de la
anticoncepción, al menos en circunstancias determinadas (Conferencia Anglicana,
asamblea de Lambeth), rompiendo así la convicción ecuménica cristiana, que había
sido unánime. Y las otras confesiones protestantes siguieron poco a poco la
línea del viraje anglicano en esta cuestión moral tan importante.n
La Iglesia católica reafirmó en seguida su
doctrina. Pío XI, poco después de Lambeth, en la encíclica Casti connubii
(1930), rechazó la anticoncepción como gravemente deshonesta. Y la misma
doctrina se ha ido confirmando en múltiples documentos, como, por ejemplo: Pío
XII (29-10-1951), Juan XXIII (1961, Mater et Magistra 193-194).
Con ello llegamos a
los años 60, en los que, junto a empezar a hablarse del control de la población,
empieza a comercializarse las píldoras anticonceptivas. Fue en 1959
cuando el biólogo Pincus ofreció la primera píldora anticonceptiva oral
que combinaba estrógeno y progestágeno, aunque en cantidades muy elevadas y con
efectos secundarios no deseables muy importantes. En Europa empieza la
comercialización en 1961
El Concilio Vaticano
II comienza el 11 de octubre de 1962. Se entiende que el tema del control de
natalidad aparezca en las discusiones sobre el matrimonio y la familia.
Los Padres Conciliares encomendarán, sin embargo a Pablo VI que sea él quien
terminado el Concilio exprese con más detalle este tema
4.6.1.1
Gaudium et spes
El Concilio Vaticano
II aborda este tema, aunque de forma general, en Gaudium et Spes, nn. 48-52.
Se plantea la
responsabilidad humana y divina que asumen los cónyuges en su tarea de
padres, aludiendo de modo genérico a las cuestiones que deben considerar a
la hora de tomar decisiones sobre los hijos:
En el deber de transmitir la vida humana y de educarla, lo cual hay que
considerar como su propia misión, los cónyuges saben que son cooperadores del
amor de Dios Creador y como sus intérpretes. Por eso, con responsabilidad humana
y cristiana cumplirán su misión y con dócil reverencia hacia Dios se esforzarán
ambos, de común acuerdo y común esfuerzo, por formarse un juicio recto,
atendiendo tanto a su propio bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos
o todavía por venir, discerniendo las circunstancias de los tiempos y del estado
de vida tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en cuanta el
bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia Iglesia.
(GS, 50)
Se hace hincapié en que son ellos quienes
deben formarse un juicio recto, aunque con dócil reverencia hacia Dios.
Este juicio, en último término, deben
formarlo ante Dios los esposos personalmente (GS, 50).
En la formación de este juicio que siempre
debe hacer la conciencia y que será la guía para sus actos, deben ajustarse a la
ley divina interpretada auténticamente por el Magisterio de la Iglesia.
En su modo de obrar, los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden
proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, lo cual
ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que
interpreta auténticamente esta ley a la luz del Evangelio. Dicha ley divina
muestra el pleno sentido del amor conyugal, lo protege e impulsa a la perfección
genuinamente humana del mismo.(GS, 50)
En la
formación de este juicio deben atenderse no sólo las razones subjetivas, sino
también los criterios objetivos tomados del ser personal y del acto del que se
trata
Cuando se trata, pues, de conjugar el amor conyugal con la responsable
transmisión de la vida, la índole moral de la conducta no depende solamente de
la sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse
con criterios objetivos tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos,
criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana
procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible sin cultivar
sinceramente la virtud de la castidad conyugal. No es lícito a los hijos de la
Iglesia, fundados en estos principios, ir por caminos que el Magisterio, al
explicar la ley divina reprueba sobre la regulación de la natalidad (GS, 51)
Por último se plantea las dificultades que
pueden surgir para hacer compatible el amor conyugal y la imposibilidad de tener
hijos. Tras descartar acciones como el aborto y el infanticidio, aborda la
cuestión del acto conyugal y de la regulación de la natalidad aunque en modo
general.
4.6.1.2
Humanae vitae
La procreación responsable es una categoría
central de la encíclica Humanae vitae de Pablo VI[50].
Se trata de un concepto que ha sufrido interpretaciones muy diversas, y
frecuentemente alejadas no sólo de la intención de Humanae vitae, sino de sus
mismas palabras, como veremos. Humane vitae 10, define:
En relación con los
procesos biológicos, paternidad responsable significa conocimiento y respeto
de sus funciones; la inteligencia descubre, en el poder de dar la vida, leyes
biológicas que forman parte de la persona humana.
En relación con las
tendencias del
instinto y de las pasiones, la paternidad responsable comporta el dominio
necesario que sobre aquellas han de ejercer la razón y la voluntad.
En relación con las
condiciones
físicas, económicas, psicológicas y sociales, la paternidad responsable se pone
en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener
una familia numerosa ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y
en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún
tiempo o por tiempo indefinido.
Esta decisión debe
hacer en conformidad con el orden moral objetivo, del que la conciencia es
intérprete. No pueden determinar subjetivamente qué actos son lícitos y cuáles
no, al margen de la intención de Dios, manifestada en el naturaleza. En
el siguiente apartado estudiaremos los medios lícitos o ilícitos que se pueden
utilizar para llevar a cabo responsablemente la paternidad-maternidad. Dentro de
la confusión sobre el concepto de Paternidad responsable, es frecuente su
identificación con la desvinculación del orden objetivo, como si las
razones subjetivas que puedan tener los cónyuges fuesen suficientes para la
eticidad de la acción. Más bien Humanae vitae, dice:
La paternidad
responsable comporta sobre todo una vinculación más profunda con el orden
moral objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta
conciencia. El ejercicio responsable de la paternidad exige, por tanto, que
los cónyuges reconozcan plenamente sus propios deberes para con Dios, para
consigo mismo, para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de
valores. En la misión de transmitir la vida, los esposos no quedan por tanto
libres para proceder arbitrariamente, como si ellos pudiesen determinar de
manera completamente autónoma los caminos lícitos a seguir, sino que deben
conformar su conducta a la intención creadora de Dios, manifestada en la misma
naturaleza del matrimonio y de sus actos y constantemente enseñada por la
Iglesia. (Humanae vitae, 10)
Tras la publicación de Humanae vitae,
tres Conferencias Episcopales: Francia, Canadá y Austria, manifestaron
algunas dudas sobre la enseñanza de la Encíclica respecto a las situaciones de
conflicto y la obligación de seguir la moral objetiva.
Estos planteamientos, ya abordados por
Pablo VI, han sido reafirmados por el Magisterio posterior. Cabe
mencionar el Sínodo VI de los Obispos (1980), y Juan Pablo II (1981,
Familiaris consortio, 1995 Evangelium Vitae), Catecismo de la Iglesia
Católica (1992, 2366-2371), desarrollaron esta misma enseñanza. En España la
Comisión Episcopal Española publicó el documento Una encíclica profética: La
"Humanae vitae". Reflexiones doctrinales y pastorales, 21-XI-1992, que
recoge las enseñanzas de HV y aborda los problemas que pueden surgir en su
aplicación en la línea de todo el Magisterio expuesto.
A nivel global el término ha
sufrido una divulgación todavía más alejada de las expresiones de Pablo VI, y
del Magisterio. Actualmente se ha unido a proyectos de control demográfico de la
población en países pobres, y a la utilización de métodos de esterilización de
la población o de fomento de medios antinconceptivos y frecuentemente abortivos.
Paternidad, y sobre todo maternidad responsable se identificaría con liberación
de la mujer de las trabas de la maternidad y cuya referencia ética de los actos
que se lleven a cabo sea únicamente la autodeterminación de la persona. Este
planteamiento se ha difundido unido al concepto de “salud reproductiva” y de
“derechos de género”[51]
Por el contrario, con la paternidad
responsable, se trata de la forma de fecundidad vivida consciente y libremente
en conformidad a la verdad integral de la persona humana. «Llamamos
responsable a la paternidad y maternidad que corresponden a la dignidad personal
de los cónyuges como padres, a la verdad de su persona y del acto
conyugal>> (cat. 130, n. 2. Cf. Humanae vitae, 10). Responsable:
libertad: verdad.
Esa verdad corresponde a la teología
esponsal del cuerpo -incluida dentro de la antropología adecuada –explicada
anteriormente. Esa verdad incluye la verdad sobre la sexualidad humana
-comprendida dentro del proyecto permanente del Creador- que debe ser
específicamente personal y, por tanto, estar orientada al amor: a la comunión
conyugal en una sola carne (cf. Gn 2,24; Mt f t 19,5), que Él mismo bendice con
el don del hijo (cf. Gn 4,1).
En «la formulación bíblica del Génesis,
extremadamente concisa y simple, se indica el sexo, feminidad y
masculinidad, como esa característica del hombre -varón y hembra- que les
permite, cuando se convierten en «una sola carne», poner al mismo tiempo toda su
humanidad bajo la bendición de la fecundidad. No se puede tratar del cuerpo y
del sexo fuera de la plena dimensión del hombre y de la «comunión de las
personas»» ( cfr. cat. 10, n. 2).
Continuando con lo que
veíamos de la estructura del acto conyugal recordamos que la
intencionalidad contraria al amor conyugal -en alguna de sus dos dimensiones
inseparables, de unión esponsal o de fecundidad procreativa- en un acto en la
esfera de la sexualidad -sea en el finis operantis o pretensión del
agente, sea en el finis operis o especie moral del acto mismo- hacen que
ese acto sea contrario a la verdad de la comunión conyugal, que es la única
realización de la sexualidad humana adecuada al ser de la persona. «El acto
conyugal no sólo «significa» el amor, sino también la potencial fecundidad
(...); uno y otro pertenecen , a la verdad íntima del acto conyugal>> (cat. 124,
n. 6.)
La contracepción no es inmoral por ser una
técnica «artificial>>, sino por contraponerse a la naturaleza personal del
acto
de amor conyugal. «Tal violación del orden interior de la comunión conyugal, que
hunde sus raíces en el orden mismo de la persona, constituye el mal esencial
del acto anticonceptivo» (cat. 124, n. 7. Cf. Pío XI, Enc.
Casti connubii, 31-XII-1930, nn.
55-57). Estamos hablando aquí de cualquier acto con
finalidad con finalidad contraceptiva,
Mientras que el llamado «método natural>>
de regular la fecundidad humana, es natural no en cuanto, método, sino a nivel
de la persona y de la consiguiente verdad de la sexualidad humana (cf. cat. 131,
n. 4;
Familiaris consortio, 32; Grattissimum sane, 12; Gaudium et spes,
51 ).
De aquí los tres
principios fundamentales que enuncia Pablo VI:
1. La doctrina, muchas veces
expuesta por el Magisterio, sobre la inseparable
conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede
romper por propia iniciativa, entre los dos
significados del acto conyugal: el significado
unitivo y el significado procreador.(HV, 12)
2. Los actos conyugales no son
ilegítimos por el hecho de que sean infecundos en
concreto: Estos actos, con los cuales los esposos
se unen en casta intimidad, y a través de los cuales se
transmite la vida humana, son, como ha recordado el
Concilio, "honestos y dignos", y no cesan de ser
legítimos si, por causas independientes de la voluntad
de los cónyuges, se prevén infecundos, porque
continúan ordenados a expresar y consolidar su unión. De
hecho, como atestigua la experiencia, no se sigue una
nueva vida de cada uno de los actos conyugales. Dios ha
dispuesto con sabiduría leyes y ritmos naturales de
fecundidad que por sí mismos distancian los nacimientos.
La Iglesia, sin embargo, al exigir que los hombres
observen las normas de la ley natural interpretada por
su constante doctrina, enseña que cualquier acto
matrimonial (quilibet matrimonii usus) debe quedar
abierto a la transmisión de la vida.(HV, 11)
3. La responsabilidad de la
paternidad exige que la decisión del número de hijos
esté seriamente motivada: motivos serios, graves...(HV,
10)
Es importante hacer hincapié que la
afirmación sobre la verdad del acto conyugal no es una norma moral que se dirija
de modo exclusivo al matrimonio cristiano, sino que se dirige a todos los
matrimonios, porque está relacionada con lo que es el ser humano, la sexualidad,
y el amor conyugal. Juan Pablo II explica:
La Encíclica Humanae
vitae contiene la norma moral y su motivación, o al menos, una profundización de
lo que constituye la motivación de la norma. Por otra parte, dado que en la
norma se expresa de manera vinculante el valor moral, se sigue de ello que los
actos conformes a la norma son moralmente rectos; y en cambio, los actos
contrarios, son intrínsecamente ilícitos. El autor de la Encíclica subraya que
tal norma pertenece a la "ley natural", es decir, que está en conformidad con la
razón como tal. La Iglesia enseña esta norma,(…) con la convicción de que la
interpretación de los preceptos de la ley natural pertenecen a la competencia
del Magisterio.[52]
Sobre la obtención de la fecundidad humana
mediante un acto no conyugal, (cf. Congregación para la doctrina de la fe,
Instrucción Donum vitae, 22-II-1987; Pío XII, Aloc.
Vous Nous avez exprimé,
19-V-1956).
Varios puntos a tener
en cuenta:
-
La persona humana
es corporal, por eso su vida física afecta a su vida
personal.
-
La procreación
humana presupone la colaboración responsable de los
esposos con el amor fecundo de Dios; el don de la
vida humana debe realizarse en el matrimonio mediante
los actos específicos y exclusivos de los esposos,
de acuerdo con las leyes inscritas en sus personas y en
su unión (Donum vitae).
-
También las
distintas técnicas de reproducción artificial,
que parecerían puestas al servicio de la vida y que son
practicadas no pocas veces con esta intención, en
realidad dan pie a nuevos atentados contra la vida. Más
allá del hecho de que son moralmente inaceptables desde
el momento en que separan la procreación del contexto
integralmente humano del acto conyugal, estas técnicas
registran altos porcentajes de fracaso. Éste afecta no
tanto a la fecundación como al desarrollo posterior del
embrión, expuesto al riesgo de muerte por lo general en
brevísimo tiempo. Además, se producen con frecuencia
embriones en número superior al necesario para su
implantación en el seno de la mujer, y estos así
llamados «embriones supernumerarios» son posteriormente
suprimidos o utilizados para investigaciones que, bajo
el pretexto del progreso científico o médico, reducen en
realidad la vida humana a simple «material biológico»
del que se puede disponer libremente.(EV, 14)
De los principios anteriores el mismo
Pablo VI llama vías ilícitas de regulación de los nacimientos: debemos una vez
más declarar que hay que excluir absolutamente, como vía lícita para la
regulación de los nacimientos:
-
la interrupción directa del
proceso generador ya iniciado, y sobre todo el
aborto directamente querido y procurado, aunque sea por
razones terapéuticas.
-
la esterilización directa,
perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer;
-
toda acción que, o en previsión
del acto conyugal, o en su realización, o en el
desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga,
como fin o como medio, hacer imposible la procreación.(HV,14)
Téngase en cuenta,
como ya explicamos anteriormente, que se trata de los actos sexuales
concretos, por eso el mismo Pablo VI advierte dos argumentaciones que se
podrían poner frente a esta afirmación de la necesidad de tener en cuenta
los actos concretos: la teoría del mal menor, y el “principio de totalidad”
Tampoco se pueden
invocar como razones válidas, para justificar los actos conyugales
intencionalmente infecundos, el
mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un todo con los
actos fecundos anteriores o que seguirán después y que por tanto
compartirían la única e idéntica bondad moral.
1.6.4.1
Mal menor
Respecto al
mal menor: En verdad, que en ocasiones –para ello juzga la virtud de la
prudencia- es lícito tolerar un mal moral menor a fin de evitar un
mal mayor o de promover un bien más grande
En cambio no es lícito, ni aun por
razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien, es decir,
hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente
desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se
quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social.
Para entender correctamente este punto se
hace necesario recordar la diferencia que hay entre los preceptos morales
negativos y positivos. Lo que esta prohibido por sí mismo, no se puede hacer
nunca: obliga siempre y en todas las circunstancias. En cambio los preceptos
positivos, aunque obligan siempre la obligación concreta de obrarlos depende de
las circunstancias que se den en cada caso.
En este tema estamos ante la prohibición de
separar los dos significados del acto conyugal. Se trata, como es patente, de
un precepto negativo, por tanto que en ningún caso se puede hacer. El que sea
una prohibición, no se convierte en una realidad negativa para la vida del
hombre, como la prohibición de matar al inocente no es algo negativo para éste.
Se trata de una afirmación del valor antropológico y ético del acto conyugal, es
más, se trata de una afirmación de la misma afirmación de los cónyuges como
personas[53].
O, dicho con otras palabras, el obrar la mentira en el acto conyugal es malo en
sí, y priva al mismo acto conyugal de ser una acto, en sí mismo, de amor.
Es evidente que a partir de esta realidad
hay que atender a los casos concretos que se presenten para ver cómo actuar en
las circunstancias específicas: consejos, ayudas, oración. Puede ser iluminador,
partir de una realidad a la que alude Gaudium et Spes:
la Iglesia, sin embargo, recuerda que no puede hacer contradicción verdadera
entre las leyes divinas de la transmisión obligatoria de la vida y del fomento
del genuino amor conyugal (GS,51).
Por tanto, se tratará de partir desde ahí
para buscar las soluciones que ayuden a las personas a vivir según la ley de
Dios.
Juan Pablo II en Veritatis Splendor,
habla específicamente de este punto:
Sobre los actos
intrínsecamente malos y refiriéndose a las prácticas contraceptivas mediante
las cuales el acto conyugal es realizado intencionalmente infecundo, Pablo VI
enseña: «En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal menor a fin de evitar
un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones
gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien (cf. Rom 3, 8), es decir, hacer
objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y
por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese
salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social133».
La Iglesia, al
enseñar la existencia de actos intrínsecamente malos, acoge la doctrina de la
Sagrada Escritura. El apóstol Pablo afirma de modo categórico: «¡No os engañéis!
Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los
homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los
ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios» (1 Cor 6, 9‑10).
Si los actos son
intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas circunstancias
particulares pueden atenuar su malicia, pero no pueden suprimirla: son actos
«irremediablemente» malos, por sí y en sí mismos no son ordenables a Dios y al
bien de la persona (VS, nn. 80-81)
1.6.4.2
Principio de Totalidad
Respecto al
principio de totalidad: Este se refiere a la subordinación de la vida de un
miembro al bien de todo el organismo. El Magisterio lo aplicó solo a la
moralidad de amputar un miembro enfermo para que sane todo el cuerpo. Es
por tanto un error pensar que un acto conyugal, hecho voluntariamente infecundo,
y por esto intrínsecamente deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de
una vida conyugal fecunda(HV, 14).
Estamos hablando
de píldoras, o mecanismos suministradores de fármacos, o acciones, con fin
contraceptivo. Hay que tener en cuenta que frecuentemente, cuando el fin es que
no nazca un niño, se pasa rápidamente de la acción contraceptiva a asegurarse
con otro efecto abortivo: el antiimplantatorio[54].
Tal es el caso de la píldora del día de después, de algunas píldoras que se
toman, o del llamado “parche anticonceptivo”.
Un caso distinto es
que la contracepción se produzca como consecuencia indirecta de otras acciones
que tengan obligación de ponerse. Por ejemplo, puede haber medicinas que regulen
el ciclo de la mujer, y que produzcan también un efecto contraceptivo. Aunque
algunos explican la eticidad de esta actuación como un caso típico de aplicación
del “acto voluntario indirecto” o “de doble efecto”, sin embargo, parece más
adecuado hablar de que aquí no hay acto anticonceptivo, mirando al acto conyugal
en sí mismo
La labor de educación
para la vida requiere la formación de los esposos para la procreación
responsable. Esta exige, en su verdadero significado, que los esposos sean
dóciles a la llamada del Señor y actúen como fieles intérpretes de su designio:
esto se realiza abriendo generosamente la familia a nuevas vidas y, en todo
caso, permaneciendo en actitud de apertura y servicio a la vida incluso cuando,
por motivos serios y respetando la ley moral, los esposos optan por evitar
temporalmente o a tiempo indeterminado un nuevo nacimiento.
La ley moral les obliga
de todos modos a encauzar las tendencias del instinto y de las pasiones y a
respetar las leyes biológicas inscritas en sus personas. Precisamente este
respeto legitima, al servicio de la responsabilidad en la procreación, el
recurso a los métodos naturales de regulación de la fertilidad: éstos han sido
precisados cada vez mejor desde el punto de vista científico y ofrecen
posibilidades concretas para adoptar decisiones en armonía con los valores
morales. Una consideración honesta de los resultados alcanzados debería eliminar
prejuicios todavía muy difundidos y convencer a los esposos, y también a los
agentes sanitarios y sociales, de la importancia de una adecuada formación al
respecto. La Iglesia está agradecida a quienes con sacrificio personal y
dedicación con frecuencia ignorada trabajan en la investigación y difusión de
estos métodos, promoviendo al mismo tiempo una educación en los valores morales
que su uso supone.(EV, 97)
¿Qué son?
Métodos naturales: “Métodos basados
en el autodiagnóstico de los días fértiles e infértiles del ciclo y en la
abstinencia periódica de relaciones sexuales en las fases de fertilidad, cuando
lo que se busca es posponer un embarazo” (OMS). Su utilización suele denominarse
Planificacion Familiar Natural (PFN o PNF).
Estamos[55]
hablando del conocimiento de los ritmos de la fecundidad para ser responsable de
que el amor no se manifieste conyugalmente cuando no se deban tener hijos.
Ciertamente se exige una abstinencia.
Este punto es uno de los puntos más superficialmente tratados. Se ha llegado a
convertir en tabú términos como continencia, abstinencia, castidad conyugal,
considerados represivos, sin más, cuando se refieren al ámbito de la sexualidad
y, en cambio, se aceptan sin aspavientos como algo lógico cuando se aplican a
otros campos: nadie se extraña de la necesidad de prescindir de la ingesta
de grasas o glúcidos para evitar la obesidad, o de la disciplina –con sus
correspondientes renuncias y abstinencias- a que ha de someterse un deportista o
las exigencias horarias o de otro tipo de determinadas profesiones, etc..
Tres métodos modernos de PFN están
respaldados por un conjunto amplio de datos científicos:
el método sintotérmico, basado en
las observaciones de secreción vaginal y la temperatura basal del cuerpo,
combinada, en ocasiones, con otros síntomas
el método de la ovulación, también conocido
como el método de la ovulación Billings, de los doctores John y Evelyn
Billings, basado únicamente en las observaciones de secreción vaginal
el Modelo Creighton, una adaptación
del método de la ovulación que estandarizó protocolos para usarlo y enseñarlo,
desarrollado en la Universidad de Creighton.
En mi opinión, las parejas que utilizan la
PFN obtienen los siguientes beneficios:
-
los esposos saben
apreciar más profundamente la fertilidad como un don de
Dios más que como un fenómeno biológico que se puede
manipular o un mal que hay que evitar
-
generalmente,
consiguen consciente y rápidamente los embarazos cuando
ellos los eligen (los embarazos "sorpresa" suceden muy
raramente entre las parejas que usan la PFN)
-
se replantean sus
opciones sobre fertilidad periódica y constantemente
-
en su relación
íntima, cada esposo envía un mensaje implícito y
poderoso: «Te acepto completamente, incluída tu
fertilidad»
-
aprenden a asumir y
a ejercer juntos la responsabilidad sobre su fertilidad
-
aprenden que los
periodos de abstinencia de contacto genital pueden hacer
una relación más sólida.
¿Su eticidad?
La explicación que da
Pablo VI es la siguiente: sí a la inteligencia, sí al amor
A estas enseñanzas de la
Iglesia sobre la moral conyugal se objeta hoy, como observábamos antes (n. 3),
que es prerrogativa de la inteligencia humana dominar las energías de la
naturaleza irracional y orientarlas hacia un fin en conformidad con el bien
del hombre. Algunos se preguntan: actualmente, ¿no es quizás racional
recurrir en muchas circunstancias al control artificial de los nacimientos, si
con ello se obtienen la armonía y la tranquilidad de la familia y mejores
condiciones para la educación de los hijos ya nacidos? A esta pregunta hay que
responder con claridad: la Iglesia es la primera en elogiar y en recomendar
la intervención de la inteligencia en una obra que tan de cerca asocia la
creatura racional a su Creador, pero afirma que esto debe hacerse respetando el
orden establecido por Dios.
Por consiguiente si para
espaciar los nacimientos existen serios motivos, derivados de las condiciones
físicas o psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias exteriores, la
Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales
inmanentes a las funciones generadoras para usar del matrimonio sólo en los
periodos infecundos y así regular la natalidad sin ofender los principios
morales que acabamos de recordar.(HV, 16)
Totalmente distintos en
su concepto básico de los métodos contraceptivos
La Iglesia es coherente
consigo misma cuando juzga lícito el recurso a los periodos infecundos, mientras
condena siempre como ilícito el uso de medios directamente contrarios a la
fecundación, aunque se haga por razones aparentemente honestas y serias. En
realidad, entre ambos casos existe una diferencia esencial: en el primero
los cónyuges se sirven legítimamente de una disposición natural; en el segundo
impiden el desarrollo de los procesos naturales.(HV, 16).
Una cosa es la
voluntad no-procreadora, y otra la
voluntad anti-procreadora, recordando el principio ético según el cual no
querer (la realización de) un bien puede ser bueno, pero ponerse en contra de
(la realización de) un bien es siempre malo.
Por tanto el uso del término “natural” se
refiere a la adecuación a la realidad objetiva del acto sexual, del cuerpo, de
la persona y de la donación. No se está refiriendo directamente a que haya un
producto artificial o no.
4.7
La Castidad o Pureza
“Virtud moral que
regula rectamente toda voluntaria expresión de placer sexual dentro del
matrimonio, y la excluye totalmente fuera del estado matrimonial”
Ver CEC: nn.
2337-2350:
II LA
VOCACION A LA CASTIDAD
2341
La virtud de la castidad forma parte de la virtud cardinal de la templanza, que
tiende a impregnar de razón las pasiones y los apetitos de la sensibilidad
humana.
Definición
2337
La castidad significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y
por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual. La
sexualidad, en la que se expresa la pertenencia del hombre al mundo corporal y
biológico, se hace personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la
relación de persona a persona, en el don mutuo entero y temporalmente ilimitado
del hombre y de la mujer.
La virtud de la castidad, por tanto, entraña la integridad de la persona y la
integralidad del don.
2338
La persona casta mantiene la integridad de las fuerzas de vida y de amor
depositadas en ella. Esta integridad asegura la unidad de la persona; se opone a
todo comportamiento que la lesionaría. No tolera ni la doble vida ni el doble
lenguaje (cf Mt 5,37).
Lucha
2339
La castidad comporta un
aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad
humana. La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene
la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado (cf Si 1,22). "La
dignidad del hombre requiere, en efecto, que actúe según una elección consciente
y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro y no bajo la
presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre
logra esta dignidad cuando, liberándose de toda esclavitud de las pasiones,
persigue su fin en la libre elección del bien y se procura con eficacia y
habilidad los medios adecuados" (GS 17).
2340
El que quiere permanecer fiel a las promesas de su bautismo y resistir las
tentaciones debe poner los medios para ello: el conocimiento de sí, la
práctica de una ascesis adaptada a las situaciones encontradas, la obediencia a
los mandamientos divinos, la práctica de las virtudes morales y la fidelidad a
la la oración. "La castidad nos recompone; nos devuelve a la unidad que habíamos
perdido dispersándonos" (S. Agustín, conf. 10,29; 40).
2342
El dominio de sí es
una obra que dura toda la vida. Nunca se la considerará adquirida de una vez
para siempre. Supone un esfuerzo repetido en todas las edades de la vida (cf Tt
2,1-6). El esfuerzo requerido puede ser más intenso en ciertas épocas, como
cuando se forma la personalidad, durante la infancia y la adolescencia.
2343
La castidad tiene unas leyes de crecimiento; éste pasa por grados marcados
por la imperfección y, muy a menudo, por el pecado. "Pero, el hombre,
llamado a vivir responsablemente el designio sabio y amoroso de Dios, es un ser
histórico que se construye día a día con sus opciones numerosas y libres; por
esto él conoce, ama y realiza el bien moral según las diversas etapas de
crecimiento" (FC 34).
2344
La castidad representa una tarea eminentemente personal; implica también un
esfuerzo cultural pues "el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de
la sociedad misma están mutuamente condicionados" (GS 25,1). La castidad supone
el respeto de los derechos de la persona, en particular, el de recibir una
información y una educación que respeten las dimensiones morales y espirituales
de la vida humana.
2345
La castidad es una virtud moral. Es también un don de Dios, una gracia, un
fruto de la obra espiritual (cf Gál 5,22). El Espíritu Santo concede, al que
ha sido regenerado por el agua del bautismo, imitar la pureza de Cristo (cf 1 Jn
3,3).
2346
La caridad es la forma de todas las virtudes. Bajo su influencia, la
castidad aparece como una escuela de donación de la persona. El dominio de
sí está ordenado al don de sí mismo. La castidad conduce al que la practica a
ser ante el prójimo un testigo de la fidelidad y de la ternura de Dios.
2347
La virtud de la castidad se desarrolla en la amistad. Indica al discípulo cómo
seguir e imitar al que nos eligió como sus amigos (cf Jn 15,15), se dio
totalmente a nosotros y nos hace participar de su condición divina. La castidad
es promesa de inmortalidad.
La castidad se expresa especialmente en la amistad con el prójimo. Desarrollada
entre personas del mismo sexo o de sexos distintos, la amistad representa un
gran bien para todos. Conduce a la comunión espiritual.
Los diversos
regímenes de la castidad
2348
Todo bautizado es llamada a la castidad. El cristiano se ha "revestido de
Cristo" (Gal 3,27), modelo de toda castidad. Todos los fieles de Cristo son
llamados a una vida casta según su estado de vida particular. En el momento de
su Bautismo, el cristiano se compromete a dirigir su afectividad en la castidad.
2349
La castidad "debe calificar a las personas según los diferentes estados de vida:
a unas, en la virginidad o en el celibato consagrado, manera eminente de
dedicarse más fácilmente a Dios solo con corazón indiviso; a otras, de la manera
que determina para ellas la ley moral, según sean casadas o celibatarias" (CDF,
decl. "Persona humana" 11). Las personas casadas son llamadas a vivir la
castidad conyugal; las otras practican la castidad en la continencia.
Existen tres formas de la virtud de la castidad: una de los esposos, otra de las
viudas, la tercera de la virginidad. No alabamos a una con exclusión de las
otras. En esto la disciplina de la Iglesia es rica (S. Ambrosio, vid. 23).
2350
Los novios están llamados a vivir la castidad en la continencia. En esta
prueba han de ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la
fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios. Reservarán
para el tiempo del matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del
amor conyugal. Deben ayudarse mutuamente a crecer en la castidad
La pregunta sobre la la
pureza ya no debe ser ¿qué tengo prohibido hacer? ¿qué es pecado? Sino
¿cómo llevo una vida de amor sexual que esté conforme con mi dignidad de persona
humana? En este contexto sigue habiendo cosas que no hay que hacer, pero el
motivo es que degradan nuestra humanidad y deterioran la comunión de personas a
cuyo fomento está destinado el amor sexual.
Igualmente en el ámbito
matrimonial, existe una castidad conyugal, que supone superar la pregunta ¿qué
tengo prohibido hacer? por ¿cómo regular la fertilidad y vivir una paternidad
responsable protegiendo la dignidad humana de los cónyuges y ajustándose al
leguaje verdadero del amor conyugal como entrega mutua?
La pureza o
purificación del corazón y la virtud de la castidad, como elemento de la misma,
forman parte de ese proceso de la redención del cuerpo y del corazón, que es un
don divino (gracia)
y
una tarea del hombre (ethos).
Este itinerario moral conduce fatigosamente a
un redescubrimiento del perenne significado esponsal del cuerpo y a una
reordenación interior conforme al mismo.
Es necesario, pues un
esfuerzo personal y la creación de un ambiente social que defienda los valores
de la dignidad de la persona humana y del amor sexual, según su verdad. En esta
línea se dirigen las acciones que dominan la pasión: el cuidado de lo que entra
por los ojos, el dominio de la sensibilidad, la reflexión sobre la dignidad de
la persona humana, y del amor conyugal, la valoración del don de la vida humana.
San Pablo exhorta a los fieles a alejarse de la impureza de la fornicación y a
mantener
en
santidad y honor el cuerpo, porque es miembro de Cristo y templo del Espíritu
Santo, destinado a glorificar a Dios (cf. 1 Ts 4,4-8; 1 Cor 6,12-20).
La «pureza de corazón»,
como «vida según el Espíritu» (cf. Rom 8,5-11; Gál 5,16-25), contiene una
profunda verdad antropológica y ética (cat. 58, nn. 4-5). Tiene una función
negativa, de templanza y dominio de la concupiscencia, y otra positiva:
«abre también el camino para un descubrimiento cada vez más perfecto de la
dignidad del cuerpo humano; lo que
está orgánicamente vinculado con la libertad del don de la
persona en la autenticidad integral de su subjetividad personal, masculina o
femenina» (ibídem, u. 6); «tiende a descubrir y a afirmar el sentido
esponsal del cuerpo en su verdad integral. Precisamente esta verdad debe ser
conocida interiormente; debe, en cierto sentido, ser «sentida con el corazón»,
para que las relaciones recíprocas del hombre y de la mujer —e incluso la simple
mirada- adquieran de nuevo el contenido auténticamente esponsal de sus
significados» (ibídem). En contraposición a la tristeza que produce la
intemperancia, la pureza da como fruto la alegría del autodominio y del don de
sí (cf. ibídem, 7)
La progresiva
transformación en Cristo -como vida en el Espíritu— conduce a una superación
del desgarramiento originario —cuyo signo es la vergüenza— mediante la fuerza
reunificadora del amor.
A este fin contribuye de
forma importante el recurso a la conversión cada vez que hemos obrado
alejándonos de la verdad. La confesión se convierte en ese “tampoco yo te
condeno, anda y no peques más”. Ciertamente supone, el reconocimiento del propio
pecado, el acudir al sacramento, y el propósito de poner los medios para evitar
las situaciaciones que propician el pecado porque producen la tentación. Por
otra parte el recurso a la oración de petición de gracia a Dios, bien sea con el
corazón, bien sea con el cuerpo, mortificación, son imprescindibles para recabar
de Dios esa gracia que nos haga superar las dificultades de la concupiscencia,
agravada por nuestras malas opciones, nuestros pecados.
Tanto el matrimonio
como la virginidad son modos de vivir la vocación originaria del hombre a la
comunión (con Dios, con los hombres). Esta llamada alcanza a la persona en su
unidad corpórea-espiritual.
En el matrimonio hay
una expresión del don de sí a los demás que se manifiesta corporalmente mediante
el lenguaje propio y exclusivo de los esposos. En la virginidad el don de sí se
expresa por el lenguaje también corporal de la continencia.
En el mismo contexto de su apelación «al
principio» con motivo de su enseñanza sobre la indisolubilidad conyugal, Cristo
habla de «los eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los
Cielos» (cf. Mt 19,12). Esta nueva modalidad de vivir en la existencia terrena
la propia sexualidad que el Señor presenta —y de la que Él mismo se constituye
en modelo— se enraíza en el orden creacional, se configura en el orden
inaugurado por el Redentor y se proyecta hacia el orden escatológico.
El celibato se vive:
La relación de comunión-respuesta a Dios:
puesto que
es respuesta a una llamada de él. Es una donación a él.
El encuentro con lo único necesario (cf. Lc 10,41 s); lo que
san Pablo expresa como preocupación por agradar al Señor con corazón indiviso
(cf. 1 Cor 7,32-35). Todo ello supone una especial integración interior hacia
ese fin (cf. cat. 84, n. 2). «El hombre, en efecto, sólo puede «preocuparse» de
lo que verdaderamente lleva en el corazón» (cat. 83, n.
7). «El
hombre busca complacer a la persona amada. El «complacer a Dios» no está por
tanto privado de este carácter, que distingue la relación interpersonal de los
esposos» (cat. 84, n. 1).
La intersubjetividad: la continencia
corresponde a ese uso del cuerpo que corresponde a la apertura a todos los
hombres y mujeres sin exclusividad. La vocación
evangélica a la continencia posee una «finalidad sobrenatural», a saber, el
Reino de los Cielos. Y no sólo en «sentido objetivo», sino «subjetivo»: es
decir, requiere como motivación «identificarse con la verdad y la realidad
de ese reino»
(cat. 76, n. 3); lleva en sí la impronta «de una particular semejanza con
Cristo», (cat. 76, n. 3. Cf. cat.
75, n.
1), con su misterio pascual, con su entrega total —hasta el sacrificio de dar la
vida, en obediencia al Padre y en favor de los hombres— al cumplimiento del
Reino y con su opción virginal. Con respecto a ese Reino de los Cielos, el
matrimonio posee un valor fundamental —universal y ordinario—, mientras que la
continencia posee un valor particular —excepcional y sobrenatural— (cf. cat.
76, n. 1 ).
La continencia evangélica se configura como una orientación
carismática hacia el estado escatológico: brota de una entrega personal que
responde a una gracia o don particular en orden al Reino de los Cielos (cf. cat.
73, n. 4).
Es un lenguaje, el de la continencia que
por una parte recuerda al matrimonio lo que está en su base: la donación. Por
otra parte anuncia lo que será la intersubjetividad perfecta y mutua
donación que habrá en el cielo. En efecto, “en el Reino de los cielos ni ellos
tomarán mujer ni ellas marido (Mc, 12,25).
“En el mundo y en la historia, el
matrimonio es una escuela en la que nos preparamos para la vida en el Reino de
los Cielos, aprendiendo a entregarnos por completo a otra persona. El
celibato también debe adecuarse al Reino, aprendiendo a realizar esa entrega
completa de uno mismo. El
celibato debería ser fructífero y llevar a la paternidad y la maternidad
espirituales, como lo hace el matrimonio a través de la procreación, el sustento
y la educación de los hijos. Matrimonio y celibato son dos maneras
complementarias y “conyugales” de llevar una vida cristiana. El celibato vivido
“para el Reino” pasa a ser un icono que ilumina la condición que espera en el
propio Reino a todos los fieles, mientras que el matrimonio es el icono del amor
conyugal de Dios a su pueblo, Israel y a la Iglesia”[56].
La dimensión
procreativa de ambas formas de unión amorosa también ayuda a su comprensión
recíproca dentro de la experiencia eclesial. «El amor esponsal que encuentra su
expresión en la continencia «por el reino de los cielos» debe llevar en su
desarrollo regular a la «paternidad» o «maternidad» en sentido espiritual [o
sea, precisamente a esa «fecundidad del Espíritu Santo»
(...)],
de modo análogo al amor conyugal que madura en la
paternidad y maternidad físicas y en ellas se confirma precisamente como
amor esponsal. Por su parte, también la generación física corresponde plenamente
a su significado sólo si es completada por la paternidad y maternidad en el
espíritu, cuya expresión y fruto es toda la obra educadora de los padres
respecto a los hijos, nacidos de su unión conyugal corpórea» (cat. 78, n.
5. Cf. cat.
75, n. 4; Mulieris dignitatem,
2 1-22).
En resumen:
El celibato
muestra la pureza de la entrega, mientras el matrimonio
explica lo que es la realidad de la entrega verdadera a
otra persona.
El primero mirando al segundo descubre que
no debe quedarse en un egoísmo de soltero sino que su relación con los demás
debe estar llena de contenido de entrega. El segundo aprende a purificar su amor
siendo fiel a la persona.
El primero al mostrar la fecundidad
espiritual recuerda al segundo que los hijos son siempre de Dios, y que deben
ser no sólo engendrados sino ayudados a desarrollarse es ese clima de libertad.
La fecundidad matrimonial enseña al celibato que el engendrar hijos y educarlos
es arduo y que por tanto la fecundidad espiritual exige un esfuerzo semejante.
1619
La virginidad por el Reino de los Cielos es un desarrollo de la gracia
bautismal, un signo poderoso de la preeminencia del vínculo con Cristo, de la
ardiente espera de su retorno, un signo que recuerda también que el matrimonio
es una realidad que manifiesta el carácter pasajero de este mundo (cf 1 Co 7,31;
Mc 12,25).
1620
Estas dos realidades, el sacramento del Matrimonio y la virginidad por el Reino
de Dios, vienen del Señor mismo. Es él quien les da sentido y les concede la
gracia indispensable para vivirlos conforme a su voluntad (cf Mt 19,3-12). La
estima de la virginidad por el Reino (cf LG 42; PC 12; OT 10) y el sentido
cristiano del Matrimonio son inseparables y se apoyan mutuamente:
Denigrar el matrimonio es reducir a la vez la gloria de la virginidad; elogiarlo
es realzar a la vez la admiración que corresponde a la virginidad... (S. Juan
Crisóstomo, virg. 10,1; cf FC, 16).
Corresponde en primer
lugar a los padres, subsidiariamente a la escuela:
"La educación sexual,
derecho y deber fundamental de los padres, debe realizarse siempre bajo su
dirección solícita, tanto en casa como en los centros educativos elegidos y
controlados por ellos. En este sentido la Iglesia reafirma la ley de la
subsidiariedad, que la escuela tiene que observar cuando coopera en la educación
sexual, situándose en el espíritu mismo que anima a los padres".
La familia que "es
escuela del más rico humanismo". La familia, en efecto, es el mejor ambiente
para llenar el deber de asegurar una gradual educación de la vida sexual. Ella
cuenta con reservas afectivas capaces de hacer aceptar, sin traumas, aun las
realidades más delicadas e integrarlas armónicamente en una personalidad
equilibrada y rica.
Enfoque: el servicio
educativo de los padres debe basarse sobre una cultura sexual que sea
verdadera y plenamente personal: "La educación para el amor como don de sí
mismo”. Esta integración resulta difícil porque también el creyente lleva las
consecuencias del pecado original.
Una verdadera
"formación", no se limita a informar la inteligencia, sino que presta
particular atención a la educación de la voluntad, de los sentimientos
y de las emociones. Hay que tener en cuenta las dificultades para vivir
las virtudes. En efecto, para tender a la madurez de la vida afectivo-sexual, es
necesario el dominio de sí, el cual presupone virtudes como el pudor, la
templanza, el respeto propio y ajeno y la apertura al prójimo.
La educación
afectivo-sexual, estando más condicionada que otras por el grado de desarrollo
físico y psicológico del educando, debe ser siempre adaptada al individuo.
En ciertos casos, es necesario prevenir al sujeto preparándolo para situaciones
particularmente difíciles, cuando se prevé que deberá afrontarlas, o avisándole
acerca de peligros inminentes o constantes.
Ante una cultura que
'banaliza’ en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la
vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el
cuerpo y el placer egoísta. Debería procurarse no separar los conocimientos
de los valores correspondientes que dan un sentido y una orientación a las
informaciones biológicas, psicológicas y sociales
Para que el valor de
la sexualidad alcance su plena realización, "es del todo irrenunciable la
educación para la castidad, como virtud que desarrolla la auténtica madurez de
la persona y la hace capaz de respetar y promover el 'significado esponsal’ del
cuerpo"
En el esfuerzo por
conseguir una completa educación para la castidad, "los padres cristianos
reservarán una atención y cuidado especial -discerniendo los signos de la
llamada de Dios- a la educación para la virginidad, como forma suprema del
don de uno mismo que constituye el sentido genuino de la sexualidad humana" (FC,
37).
"Por los vínculos
estrechos que hay entre la dimensión sexual de la persona y sus valores éticos,
esta educación debe llevar a los hijos a conocer y estimar las normas morales
como garantía necesaria y preciosa para un crecimiento personal y responsable en
la sexualidad humana. Por esto la Iglesia se opone firmemente a un sistema
de información sexual separado de los principios morales y tan frecuentemente
difundido, el cual no sería más que una introducción a la experiencia del placer
y un estímulo que lleva a perder la serenidad, abriendo el camino al vicio desde
los años de la inocencia" (FC, 37).
[1]
Ver Aurelio Fernández, Compendio de Teología moral, o Teología moral,
vol II
[2]
Algunos, como es lógico, eran eunucos por naturaleza (Dt 23,2); pero la
abundancia de eunucos se debe a que los reyes castraban a los que
constituían un peligro contra su harén. De aquí los famosos eunucos que
ocupaban cargos públicos, cfr. Gén 37,36; 39,1; 2 Rey 24,15; Jer 34,19,
etc.
[3]
Como había grupos de esenios distribuidos por Israel, esto explica que
"en el s.I de la Era cristiana, nadie puede decir imposible la
determinación de María de mantenerse virgen renunciando al matrimonio".
A.DIEZ MACHO, Indisolubilidad del matrimonio y Divorcio en la Biblia.
La sexualidad en la Biblia. Ed.
Católica. Madrid 1978, 264. Citaremos: Sexualidad en la Biblia.
[4]
J.B.BAUER, Virginidad, en Diccionario de Teología Bíblica.
Herder. Barcelona 1967, 1059.
[5]
Sobre la doctrina sexual en los Profetas, cfr. S.AUSIN, La sexualidad en
los Libros Proféticos, en AA.VV., Masculinidad y feminidad en el mundo
de la Biblia, o.c.,, 51-106.
[6]
J.P.SCHAUMBERGER, "Propter quod peccatum punitus sit Onan",
"Bibl" 8(1927)209-212. A.M.DUBARLE, La Bible et
les Pères ont-ils parlé de la contraception", "VieSpir.Suppl"
15(1962)573-610.
[7]
Biblia de Jerusalén, ad locum.
[8]
AUGUST, De coniug adult, II, 12. PL
40, 482.
[9]
A.DIEZ MACHO, o.c., 270. Pero Díez Macho sostiene que in recto
se contempla la falta contra la ley del levirato. A.MATTIOLO, La
realtà sesuali nella Bibbia, o.c., 49-63.
[10]
A.DIEZ MACHO, ibidem.
[11]
A.DIEZ MACHO, o.c., 327, nota 26. Sobre la sexualidad en Egipto,
cfr. G.NOLLI, Sexualidad y corporeidad en el Antiguo Egipto, en
AA.VV., Masculinidad y feminidad, o.c., 171-268.
[12]
A.DIEZ MACHO, o.c., 278. La sexualidad en la literatura
sapiencial, cfr. G.NOLLI, Sexualidad y teologías del cuerpo humano en
los libros sapienciales, a.c., 107-168.
[13]
Cfr. Biblia de Jerusalén, ad locum.
[14]
R.MOHR, La ética cristiana a la luz de la etnología. Ed.Rialp.
Madrid 1962, 100-181.
[16]
SENECA, Tratados Morales. Espasa-Calpe. Madrid 1980, 117. Esta es
su tesis moral: "La mancha de los inclinados a sensualidad y deleites es
torpe", ibid., 110. Sobre la sexualidad en el mundo helénico, cfr.
M.GUERRA, Antropología sexual en la antigüedad griega. La sexualidad
y el amor como "koinonía", en AA.VV., Masculinidad y feminidad,
o.c., 287-421. Ante la opinión compartida por algunos acerca de que
el pensamiento platónico favorece el "vicio griego", será preciso
distinguir entre pederastia pedagógica o espiritual y la pederastia
carnal. En Las Leyes, Platón condena la homosexualidad y escribe
que es "contra naturaleza" (parà physin).
PLAT, Leg 8, 636b-c.
[17]
W.BARCLAY, Flesh and Spirit. An Examination of Gal 5, 19-23.
S.C.M.Press. London 1962, 26-38.
[18]
La enseñanza paulina sobre la sexualidad, cfr. C.BASEVI, La
corporeidad y la sexualidad en el "Corpus Paulinum", en AA.VV!,
Masculinidad y feminidad, o.c., 671-823. Para el comentario a este
texto, cfr. pp.742-745.
[19]
C.SPICQ, Teología Moral del Nuevo Testamento. Eunsa. Pamplona
1973, II, 594.
[20]
"El libertino peca más contra su cuerpo que el que comete cualquier otro
pecado: desvía al cuerpo de su vocación verdadera, que es la de iniciar
una relación con otro ser distinto al suyo". Biblia de Jerusalén, ad
locum.
[21]
M.BARNOUIN, Le caractère baptismal et les enseignements de saint Paul.
Anal Bibl. Roma 1963, 308. De aquí que, aunque se discuta si los
términos akazarsía (Ef 5,3), asélgeia (Gál 5,19) y
málakoi (1 Cor 6,9) designen o no la masturbación, tal pecado se
incluye en esa reflexión paulina sobre la dignidad del cuerpo y el
sentido último de la sexualidad, que concluye con esta máxima:
"glorificad y llevad a Dios en vuestro cuerpo" (1 Cor 6,20), tal como
dice el texto griego.
[22]
A.HUMBERT, Les péchés de sexualité dans le Nouveau Testament, "StMor"
8(1970)185-259. A.RODENAS, La moral sexual en los católogos de virtudes
y vicios del epistolario paulino, "AnCal" 19(1977)286-299.
[23]
JUST, 1 Apolog XXIX, 1-3, D.RUIZ BUENO, o.c., 212-213.
[24]
F.de B.VIZMANOS, Las vírgenes cristianas de la Iglesia primitiva.
Estudio histórico-ideológico y antología de tratados patrísticos sobre
la virginidad. BAC. Madrid 1949, 1306 pp.
[25]
J.DANIELOU, Le ministère des femmes dans l'Eglise ancienne,
"Maiss-Dieu" 61(1960)70-97.
[26]
F.FÖRSTER, Sex and Salvation in Tertulian, "HarvThRev"
68(1975)83-101.
[27]
M.MERINO, La feminidad en la Escuela Alejandrina, en AA.VV.,
Masculinidad y feminidad, o.c., 40-45.
[28]
CLEM ALEX, Paedag 1,4,10, 1-3, trad. de M.MERINO, ibid.,
42.
[29]
AUGUST, Sermo CCXXIV, 3. PL 38, 1094-1095.
[30]
P.LANGA, Antropología patrística, a.c.., 226.
[31]
Sarmiento, A. – Trigo, T. – Molina, E., Moral de la
Persona, Manuales de Teología 28 Eunsa, Pamplona 2006, p. 191
[32]
JERON, Epist 48. PL 32, 506.
[33]
GREG MAG, Epist 64. PL 77, 1196.
[34]
CESAR ARL, Sermo 16. PL 39, 224; Serm 33. PL 39, 2268,
etc.
[35]
Cfr.
Sarmiento, A. – Trigo, T. – Molina, E., Moral de la Persona, Manuales de
Teología 28 Eunsa, Pamplona 2006, p. 192
[37]
Para estos capítulos se pueden ver los conceptos en J.M. Granados,
Índice de los conceptos fundamentales, en Juan Pablo II, Hombre y
mujer lo creó, Cristiandad (2000). Las abreviaturas que vienen en el
texto se refieren a la numeración de las catequesis de Juan Pablo II, y
al número dentro de esa catequesis.
[38] Cf. El Banquete,
XIV-XV, 189c-192d.
[39]
Bendicto XVI, Deus charitas est, n. 11
[40]
P. Guilluy, Filosofía de la sexualidad, en Estudios de
sexología, Herder, Barcelona, 1968, p. 115
[41]
Cfr. E. Albuquerque Frutos, Moral de la vida y de la sexualidad,
CCS, p. 194-195
[42]
«El varón y la mujer, uniéndose entre sí (en el acto conyugal) tan
íntimamente que se convierten en 'una sola carne' descubren de nuevo,
por decirlo así, cada vez y de modo especial, el misterio de la
creación, retornan así a esa unión en la humanidad ('carne de mi carne y
hueso de mis huesos') que les permite reconocerse recíprocamente y
llamarse por su nombre, como la primera vez. Esto significa
revivir, en cierto sentido, el valor originario virginal del hombre,
que emerge del misterio de su soledad frente a Dios y en medio del
mundo. El hecho de que se conviertan en 'una sola carne' es un
vínculo potente establecido por el Creador, a través del cual ellos
descubren la propia humanidad tanto en su unidad originaria como en la
dualidad de un misterioso atractivo recíproco»: AG, 2 1 -XI- 1 979, n. 2
(cap.
X)
[43]AG,
16-1-1980, n. 5 (cap. XV).
[44]
AG, 16-I- 1 980, n. 3 (cap. XV).
[45]
Cfr. Cordes, P.J., «Deus Charitas est. Sobre la primera encíclica
del Papa Benedicto XVI», in Scripta Theologica XXXVIIII
(2006) 971-981.
[46]
Benedicto XVI, Deus charitas est, n. 5
[48]
Cfr. Catequesis 59 a 63
[49]
Para este tema
histórico cfr. Ramiro García, F. J. Moral matrimonial y familia: a
los cuarenta años de la Gaudium et Spes (Almogaren2005).
[50]
A esta enseñanza está dedicado el sexto ciclo de las catequesis en Juan
Pablo II, “Varón y mujer lo creó”. Audiencias del 11-07-1984 al
28-11-1984
[51]
Cafarra, C., «Paternidad responsable», Lx, 943-948.
[52]
Juan Pablo II, La norma moral de la Encíclica Humanae vitae sobre el
acto matrimonial. Audiencia general 18 julio 1984
[53]
Juan Pablo II, La continencia protege la dignidad del acto conyugal.
Audienia de 24 de octubre de 1984.
[54]
W.R. Larimore, El efecto abortivo de la píldora anticonceptiva y el
principio de doble efecto”, en Cuadernos de Bioética, n. 45
[55]
J. Standford, Sexo, naturalmente, en Cuadernos de Bioética, n. 45, y en
http://www.bioeticaweb.com/content/view/193/48/
[56]
George Weigel, Testigo de esperanza. P. 462
[57]
Orientaciones educativas sobre el amor humano, 1-XI-1983.
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