El acto moral

 

1)    El bien como perfección de la persona

 

La moral es una ciencia dirigida a valorar el comportamiento humano; es, pues, una ciencia práctica.  Como toda ciencia práctica, recibe sus fundamentos inmediatos de la ciencia especulativa que estudia su objeto.  Por tanto, toda doctrina moral está en estrecha dependencia con la antropología en que se sustenta.  Cuando la encíclica Veritatis Splendor estudia el acto moral, confrontando la doctrina de la Iglesia con algunas teorías morales actuales incompatibles con su Magisterio -particularmente las llamadas 'teleologismo", "consecuencialismo" y "proporcionalismo"-, sus consideraciones, sin dejar de referirse a la moral, a la vez la trascienden, en el sentido de que afectan a la noción misma del hombre.  En efecto, al tratar de los fundamentos mismos del obrar moral, la referencia antropológica es obligada, y pone de manifiesto que las diversas concepciones de la moral suponen a la vez diferentes antropologías de las que se parte.  Toda la exposición de Juan Pablo II tiene como base la que podríamos llamar "antropología católica" -que viene a coincidir con la que se suele designar "antropología tradicional"-, mientras que las teorías enfrentadas parten de una concepción del hombre que acusa influencias de distinta procedencia, pero en las que predomina una noción del hombre de cuño protestante[1].

 

El hombre es un ser que, por el mismo hecho de ser, tiene una perfección y una dignidad acorde con su naturaleza.  Pero, a la vez, es un ser "inacabado", en el sentido de que es capaz de una ulterior perfección a través de sus actos -perfección fundamentalmente espiritual, pues corporalmente padece un declive inexorable-, que se hace posible merced a esa propiedad de su naturaleza que es la libertad.  Esa posibilidad de autoperfeccionamiento proporciona una razón de ser a esta vida: le da sentido, de tal forma que la perfección moral se convierte en su fin- y, además, hace posible que mantenga íntegra su dignidad humana, ya que la alternativa -el obrar mal- atenta contra su dignidad y la degrada.  "Es precisamente mediante sus actos como el hombre se perfecciona en cuanto tal, como persona llamada a buscar espontáneamente a su Creador y a alcanzar libremente, mediante su adhesión a Él, la perfección feliz y plena" (VS, 71).  Nos encontramos aquí con el fundamento mismo de la moral.  Fundamento que lo es en primer lugar de la moral natural.  Pero, aunque el cristianismo introduzca elementos de carácter decisivo, no altera sustancialmente el panorama en este aspecto.  Lo que introduce es la noción del hombre caído y redimido.  Caído por el pecado original, pero no destruido en su naturaleza, cuya herida por tanto no le impide hacer el bien libremente, aunque lo dificulte.  Redimido por Jesucristo, recibe la gracia en su mismo ser, que respecto a su obrar, como a su ser, es elevante y sanante, destinándonos a un bien superior, a la vez que facilita el obrar que se dirige al bien, sanando así en varios aspectos la herida producida por el primer pecado.

 

La visión protestante del hombre es muy distinta.  Al contemplar como definitivamente corrompida la naturaleza humana por el pecado original, no queda al hombre capacidad de autoperfección alguna.  Y la gracia no remedia esta situación, puesto que en su visión es algo extrínseco al hombre -una dignidad que le "reviste" por fuera, sin afectar a su ser-.  Una primera consecuencia de esta noción es que el bien que el hombre puede hacer no se referirá a su propia perfección: podrá quizá hacer el bien, pero no hacerse bueno.  Lo que entonces se considere como "bien" tendrá un ámbito limitado a lo externo: a las repercusiones de los actos propios en la vida de los demás o en la de la sociedad en su conjunto.  Pero además, al ser absurdo, en este contexto, pretender la mejora de los demás en cuanto personas, se difumina la noción de bien específicamente moral: el bien que se considera acaba por identificarse fácilmente con lo que se viene en llamar "bienestar", sea éste particular o social.  Y es precisamente aquí, en la misma raíz de la moral, donde se enfrentan las diversas concepciones que contempla la encíclica.  Todas las teorías rechazadas por la Veritatis Splendor tienen en común esta concepción extrínseca del bien, y acaban por considerar que este bien debe ser medido por un cálculo de carácter técnico -y por tanto extramoral-, y no por su adecuación a la finalidad perfeccionante del hombre.  Mientras que, para la doctrina católica, “los actos humanos son actos morales, porque expresan y deciden la bondad o malicia del hombre mismo que realiza esos actos.  Estos no producen sólo un cambio en el estado de cosas externas al hombre, sino que, en cuanto decisiones deliberadas, califican moralmente a la persona misma que los realiza y determinan su profunda fisonomía espiritual” (VS, 7 l).

 

2)    Teleología y teleologismo

 

                 Es fácil entender que la moral cristiana sea “teleológica” (de telos: fin): si la unión con Dios -máxima perfección que puede el hombre alcanzar con la gracia- es la meta a la que se orienta la vida humana, es por ello su fin último.  De ahí que se mida la moralidad de los actos humanos por su referencia -su ordenación- al fin último.  “En este sentido, la vida moral posee un carácter "teleológico" esencial, porque consiste en la ordenación deliberada de los actos humanos a Dios, sumo bien y fin (telos) último del hombre” (VS, 73).

 

El llamado "teleologismo", aunque juega con una terminología semejante, tiene un significado bien distinto.  Parte de una noción de fin kantiana[2]: aquello ajeno a la acción en sí misma que se busca con ella.  Un sistema moral teleológico será por tanto, desde esta perspectiva, aquél en el que se mide el valor de los actos por los bienes externos que se persiguen con ellos -y no por la ordenación del acto en sí, y con él del sujeto que actúa, al fin de éste-; o, lo que viene a ser lo mismo, por las consecuencias que tienen esos actos sobre la comunidad humana.  Los autores que siguen esta línea[3] lo contraponen con lo que llaman sistema deontológico, según el cual se juzga la moralidad, independientemente de las circunstancias o los resultados, por la adecuación de la conducta con una ley, que puede ser de la naturaleza o positiva; en cualquier caso, se trataría de una ley que sería impuesta al sujeto desde fuera, no una ley que pudiera encontrarse dentro del propio sujeto: nos hallaríamos así ante lo que Kant llamaba moral heterónoma (llamada así por depender enteramente de una instancia ajena a la persona).  Lógicamente, desde una perspectiva kantiana -aunque no sea ésta exactamente la doctrina que defendía Kant- la elección entre ambas sólo puede decantarse a favor del sistema “teleológico”, ya que, para sus defensores, una moral heterónoma es indigna del hombre, y además no se la puede llamar propiamente moral, ya que la voluntad en juego no es la del sujeto que actúa, sino la del legislador exterior; el sujeto podría poner un cumplimiento externo, pero no la voluntad, que es donde reside el acto moral.

 

Lo que resulta falso, en primer lugar, es la disyuntiva misma.  La moral católica no encaja en ninguno de los dos modelos.  Intentar encajarla en el llamado "deontologismo" equivale a no entenderla.  Se utiliza su misma terminología, pero los conceptos significados tienen un contenido muy distinto.  Si la ley a que se refiere es la ley natural, hay que tener en cuenta que no se entiende por “ley natural” aquella que el sujeto encuentra dentro de sí mismo y que le impulsa a obrar conforme a su propia naturaleza humana.  Si así fuera, no podría llamarse heteronomía (de heteros: otro; y nomos: ley).  Sólo cabe entonces identificar a esa “naturaleza” con las leyes del entorno exterior al hombre: leyes físicas, biológicas, e incluso las leyes por las que se rige la sociedad (económicas, sociológicas, etc.). Y no es difícil entender que esas leyes no son normas morales; al revés, se trata precisamente del conjunto de leyes que no son morales, pues son expresión de lo que son las cosas -el ser-, y no de cómo debe actuar el sujeto libre -el deber ser, que define a la ética-.  El cristianismo nunca las ha presentado como criterio de moralidad[4]. Tampoco sirve el modelo para explicar la moral católica si se trata de una ley positiva, ni siquiera tratándose de una ley divina.  Si lo que pide ésta es un cumplimiento por el mero hecho de ser una ley impuesta -o sea, por la sola imposición, sin importar el contenido-, estaríamos sencillamente ante una arbitrariedad del más fuerte. Y esto nunca lo ha defendido la Iglesia.  Más que la moral católica, este esquema serviría para explicar el voluntarismo moral de Ockam.

El otro polo de la disyuntiva, el teleologismo, tampoco resulta aceptable.  En esta corriente, “los criterios para valorar la rectitud moral de una acción se toman de la ponderación de los bienes que hay que conseguir o que hay que respetar” (VS, 74).  Pero ya se ha examinado qué es lo que se entiende por "bienes".  Y, en consecuencia, es congruente que “para algunos, el comportamiento concreto sería recto o equivocado según pueda o no producir un estado de cosas mejores para todas las personas interesadas: sería recto el comportamiento capaz de “maximalizar” los bienes y “minimalizar” los males” (VS, 74).  Resulta significativo el término producir.  Se busca un resultado -esto no es lo significativo: la acción libre siempre busca un fin-, a través de un "producir": no se distingue la acción moral de la acción productiva de “fabricar” un resultado[5].  Si sólo se valora la acción en función del resultado, la acción en sí misma no tiene más valor que el instrumental.  En moral al ser el bien que se persigue, lo que se busca por sí mismo, un resultado ajeno a la acción misma, y ésta se valora sólo en cuanto apta para producir el resultado, resulta que la acción no tiene más valor que el instrumental.  Y no es que se deba despreciar la aptitud del acto para producir un resultado exterior, ni que la moral deba despreciar los efectos exteriores de la conducta.  Es más bien al contrario: cuando únicamente se reconoce este valor de la acción, ésta queda reducida a elemento productor de bienes externos.  Y el bien que corresponde al valor puramente instrumental es el llamado bien útil.  De donde se desprende que el teleologismo conduce a una moral utilitarista[6].  El bien que se persigue con los actos no es el bien moral, sino un bien de otra naturaleza -aunque no se explicite demasiado, sería el material, el técnico, el social, etc...-, siendo el bien moral el instrumento con el que se consigue- queda pues la moralidad subordinada a consideraciones de orden técnico, social, o de otra especie[7].  Utilizando un término clásico, podemos concluir que el llamado bien honesto desaparece por completo de esta perspectiva: no hay sitio para él[8]. La Veritatis Splendor reconoce que “muchos de los moralistas católicos que siguen esta orientación, buscan distanciarse del utilitarismo y del pragmatismo, para los cuales la moralidad de los actos humanos sería juzgada sin hacer referencia al verdadero fin último del hombre” (n. 74).  Pero si se sigue un desarrollo riguroso de las premisas utilizadas, no parece que sea posible-, al menos, lo cierto es que los principales -y más coherentes- exponentes del teleologismo no lo han conseguido.

Se produce así con el teleologismo una inversión radical en la valoración del comportamiento humano.  Lo subordinante pasa a ser subordinado, y viceversa.  Y con ello, se sea o no consciente de ello, el hombre rrúsmo queda subordinado a “valores” externos a él, en vez de ser éstos los subordinados al hombre.  Esta negación de la dignidad humana es inaceptable. “Por tanto, el obrar humano no puede ser valorado moralmente bueno sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que se persigue, o simplemente porque la intención del sujeto sea buena. El obrar es moralmente bueno cuando testimonia y expresa la ordenación voluntaria de la persona al fin último y la conformidad de la acción concreta con el bien humano tal y como es reconocido en su verdad por la razón.  Si el objeto de la acción concreta no está en sintonía con el verdadero bien de la persona, la elección de tal acción hace moralmente mala a nuestra voluntad y a nosotros mismos y, por consiguiente, nos pone en contradicción con nuestro fin último, el bien supremo, es decir, Dios mismo” (VS, 72).  Una vez más en la historia, se pone de manifiesto, en la teoría y en la práctica, que cuando el hombre quiere desligar su actividad de Dios, acaba él núsmo subordinado a algo de valor inferior a la persona humana misma.

 

3)    Consecuencialismo, proporcionalismo

 

Sobre esta base estudiada, los principales autores teleologistas han construido un sistema que se conoce con el nombre de consecuencialismo.  Antes de analizarlo, conviene, para entenderlo mejor, exponer de manera sucinta la ética de Kant.  Con la idea de ley como imposición externa, considera que es indigno del ser racional obrar por una instancia que no sea él mismo: la moral por tanto debe ser autónoma y no heterónoma: el hombre se debe dar su propia ley.  Asimismo, con la idea de fin y de bien como algo externo a la persona, piensa que el obrar moral es ajeno a ellos: sería un obrar “para conseguir algo”, interesado, sin el altruismo que debe caracterizar a la moral[9].  Este altruismo se debe reflejar en un imperativo (formulación del deber moral), no hipotético -condicionado a la obtención de "bienes”-, sino categórico -sin ese condicionamiento-. Sólo éste da lugar a una obligación absoluta para Kant; el hipotético daría lugar a una moral relativa.  El único obrar incondicional que ve es el obrar por deber (el deber por el deber).  Se trata de un obrar que es moralmente bueno cuando se obra, no por “algo”, sino por deber, que no está ligado a ningún “algo”, o sea, que es ajeno a bienes o fines.  De aquí resulta la llamada ética formal, pues la moralidad de la acción no depende de contenido alguno, ya que si así fuera -en la “ética material”- se rebajaría el obrar humano (y con él la libertad) al subordinarse a cosas ajenas la persona misma, y fundamentar la moral en contenidos supondría un egoísmo camuflado, al disfrazarse de “moral” la búsqueda de bienes ajenos a ella. La moralidad reside pues en la “forma” -intencionalidad- del obrar libre y autónomo: obrar por puro deber, sin buscar recompensa alguna, que en términos de imperativo absoluto y autónomo se refleja en el “obra de tal manera que puedas querer que tus actos sean a la vez ley universal”[10].

Los sistemas consecuencialistas, al menos los más elaborados[11], consisten en instalar, en un marco kantiano y con conceptos kantianos, la llamada opción fundamental en el lugar del imperativo categórico formal, y valorar mediante el teleologismo los aspectos materiales de las conductas concretas.  Si se presentan como una moral teológica, y no sólo filosófica, es sobre todo porque sustituyen la autonomía de Kant por la teonomía, pero sólo en el aspecto formal, llamado trascendental (por referirse a Dios, que trasciende el mundo), mientras que en la relación del hombre con el mundo -el otro aspecto, categorial- existe una autonomía, como corresponde a la dignidad del hombre, a quien Dios ha colocado como señor del universo[12].

 

Como en Kant, la moralidad propiamente dicha se encuentra sólo en el llamado aspecto formal o “trascendental”, ya que los "bienes” a que se dirige el aspecto material o “categorial” son de índole diversa a la moral. Son bienes que deben ser informados ”trascendentalmente” para ser bienes morales; aunque se relacionen con la moral, la relación es indirecta: no son bienes propiamente morales, sino previos al moral: son premorales.  La Veritatis Splendor lo advierte con claridad: “El sujeto que obra sería responsable de la consecución de los valores que se persiguen, pero según un doble aspecto: en efecto, los valores o bienes implicados en un acto humano, serían, desde un punto de vista, de orden moral (con relación a valores propiamente morales, como el amor de Dios, la benevolencia hacia el prójimo, la justicia, etc.) y, desde otro, de orden pre-moral, llamado también no-moral, fisico u óntico (con relación a las ventajas e inconvenientes originados sea a aquél que actúa, como a toda persona implicada antes o después, como por ejemplo la salud o su lesión, la integridad fisica, la vida, la muerte, la pérdida de bienes materiales, etc.)” (VS, 75).

 

De aquí se sigue una diferente valoración del acto con respecto a un bien, según el aspecto a que éste pertenezca.  Si se refiere al orden moral, puede hablarse en términos de “bueno-malo” o “moral-inmoral”; si al orden “premoral”, entonces los actos son “acertados-equivocados” -o términos equivalentes-. Así, “en un mundo en el que el bien estaría vinculado con el mal y cualquier efecto bueno estaría vinculado con otros efectos malos[13], la moralidad del acto se juzgaría de modo diferenciado: su <<bondad>> moral sobre la base de la intención del sujeto, referida a los bienes morales, y su rectitud sobre la base de la consideración de los efectos o consecuencias previsibles y de su proporción.  Por consiguiente, los comportamientos concretos serían cualificados como <<rectos>>[14] o <<equivocados>>, sin que por esto sea posible valorar la voluntad de la persona que los elige como moralmente <<buena>> o <<mala>>” (VS. 75).

 

El consecuencialismo no es exactamente un relativismo total.  Hay una referencia absoluta: la rectitud de intención, y, en los actos concretos, aquéllos cuyo objeto es “trascendental”: los referidos directamente a Dios, que configuran la llamada “opción fundamental”. Pero ahí acaban los absolutos. Todo lo demás es, respecto a la moral, relativo, precisamente por no ser propiamente moral en sí mismo. Puede serlo, pero indirectamente, sólo en cuanto se realiza movido por una buena intención que deriva de una voluntad que desea hacer el bien, lo que significa acumular los mayores -algunos autores hablan de “mayor cantidad”- bienes premorales posibles. “De este modo, un acto que, oponiéndose a normas universales negativas viola directamente bienes considerados como pre-morales, podría ser calificado como moralmente admisible si la intención del sujeto se concentra, según una <<responsable>> ponderación de los bienes implicados en la elección concreta, sobre el valor moral reputado decisivo en la circunstancia.  La valoración de las consecuencias de la acción, en base a la proporción del acto con sus efectos y de los efectos entre sí, sólo afectaría al orden pre-moral. Sobre la especificidad moral de los actos, esto es, sobre su bondad o maldad, decidiría exclusivamente la fidelidad de la persona a los valores más altos de la caridad y de la prudencia, sin que esta fidelidad sea incompatible necesariamente con decisiones contrarias a ciertos preceptos morales particulares” (VS, 75). Contradice así abiertamente, y de modo general -no se ciñe a la discusión de “casos” particulares- la enseñanza de la Iglesia, que sitúa la moralidad de los actos -y no sólo de los correspondientes a la fe, esperanza y caridad hacia Dios- no sólo en la intención, sino en el objeto mismo.

 

Parece claro, a la luz de lo que se ha examinado, que el consecuencialismo es inaceptable no por llegar en su razonamiento a alguna conclusión errónea, sino porque tiene como base una antropología de corte kantiano que no responde a la realidad humana, ni a la noción de hombre que presenta la Revelación cristiana[15]

 

4)         El objeto moral

 

            Tres son los elementos que inciden en la valoración de la moralidad de una conducta: el objeto, el fin y las circunstancias. De ellos, las circunstancias tienen en todo caso una importancia secundaria; si alteran de un modo esencial la misma acción, dejan de ser valoradas como circunstancias, para pasar a formar parte del objeto. En relación con las doctrinas consecuencialistas, carecen de relevancia. Quedan objeto y fin. Acerca del fin, aunque se den algunas diferencias entre el Magisterio y los consecuencialistas sobre el modo de incidir en el acto, se coincide en que tiene un importante papel en la moralidad. La Veritatis Splendor, al estudiar el objeto moral, quiere hacer constar que no desprecia con ello el fin, como tampoco los resultados externos de la acción: “Ciertamente hay que dar gran importancia ya sea a la intención -como Jesús insiste con particular fuerza en contraposición con los escribas y fariseos, que prescribían minuciosamente ciertas obras externas sin atender al corazón (cfr.  Mc. 7, 20-21; Mt. 15, 19)-, ya sea a los bienes obtenidos y los males evitados como consecuencia de un acto particular” (VS, 77).  La doctrina católica siempre ha admitido que un fin torcido vicia la acción. Pero, como se verá más en detalle, en esta consideración ve una aplicación de la máxima bonum ex íntegra causa, malum ex quocumque defectu. El fin recto pertenece a la integridad del acto moral, y la integridad es necesaria para que sea bueno.

 

Pero integral no es sinónimo de esencial[16]. Lo esencial es aquello que le otorga su misma naturaleza, y por tanto su elemento definitorio. Y la encíclica es rotunda al afirmar que lo esencial del acto moral es su objeto: “La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada (VS, 78). Aquí se sitúa la diferencia con el consecuencialismo, al menos en lo referente a los actos que no tengan a Dios directamente por objeto: o sea, con respecto al Decálogo, en los ocho últimos preceptos[17].

 

Ahora bien, ya se ha comprobado anteriormente que un mismo término puede responder a conceptos distintos en las diferentes teorías. Con el objeto moral sucede lo mismo. Para quien descarta, como punto de partida, la referencia de la conducta humana al bien del sujeto mismo, los únicos valores en juego en el obrar intramundano son los valores biológicos y materiales. Son los únicos valores que el consecuencialismo reconoce como “naturales”, a la vez que los señala como “no éticos”. El obrar moral, en esta perspectiva, consiste en adoptar una buena intención –“ética”- cuando la acción incide sobre bienes intramundanos “no éticos”. Considerada así la acción, desde el punto de vista moral la intención es lo subjetivo, y los bienes no éticos lo objetivo; lo primero es la intención, lo segundo el objeto. La intención da la “forma” moral a una “materia” -el objeto- que es en sí moralmente informe.

 

Una visión simplista o poco preparada de la moral puede inclinar, consciente o inconscientemente, a una consideración “material” del objeto moral como la que defienden los consecuencialistas.  Ha sucedido bastantes veces a lo largo de la historia, incluso por parte de moralistas que estaban lejos de pretender disentir con el Magisterio de la Iglesia, y posiblemente haya sido la causa de bastantes perplejidades. No se podrían encontrar, si se identifica el objeto moral con el hecho fisico, diferencias entre el asesinato y la muerte provocada en legítima defensa -o incluso entre el martirio voluntariamente aceptado y el suicidio-, y se buscaría así la nota diferencial en la intención (en algún caso, quizás también en retorcer la realidad buscando diferencias en el hecho fisico en sí mismo en las que basar la distinción), para salvar lo que se sabe que prescribe la moral católica y el sentido común. Más de un autor contemporáneo, en esta línea, ha acusado a la doctrina de la Iglesia de defender unos presupuestos que en la práctica resultan insostenibles, y para evitar situaciones contradictorias recurrir a expedientes poco coherentes con esa noción de valoración moral centrada en el objeto, particularmente a través de la llamada doctrina del voluntario indirecto.  La encíclica tiene muy en cuenta esta objeción, y responde que “estas teorías no pueden apelar a la tradición moral católica, pues, si bien es verdad que en esta última se ha desarrollado una casuística atenta a ponderar en algunas situaciones concretas las posibilidades mayores de bien, es igualmente verdad que esto se refería solamente a los casos en los que la ley era incierta y, por consiguiente, no ponía en discusión la validez de los preceptos morales negativos, los cuales obligan sin excepción” (VS,  76)[18].

 

Se hace pues necesario -es un aspecto capital de la moral- delimitar con la mayor precisión posible qué es el objeto moral.  Se encuentran a veces respuestas que parecen dejar zanjada la cuestión con claridad y sencillez, pero que en realidad son respuestas deficientes, que, sin pretenderlo, acercan a la concepción de objeto más propia de los autores consecuencialistas que de la moral católica. Así, por ejemplo, no sirve dar como respuesta que el “objeto” abarca todo lo “objetivo” de la conducta, mientras que el “fin” abarca todo lo “subjetivo”. Si del objeto se extrae todo lo relacionado con el sujeto que obra, lo “objetivo” acaba por reducirse al hecho fisico y éste, como tal -y aquí tienen razón los consecuencialistas- no es propiamente un bien moral. Tampoco sirve discernir estos dos elementos con el criterio de que “objeto es el hecho independientemente del sujeto que actúa”: el resultado en nada diferiría de lo anterior. El objeto es un objeto moral, no un objeto material, y por el hecho de ser moral debe necesariamente tener en cuenta al sujeto actuante: “así pues, para poder aprehender el objeto de un acto, que lo especifica moralmente, hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa (VS, 78). El bien y el mal moral deben situarse en la voluntad humana; todo lo demás, en relación con ella, es accidental moralmente hablando[19].  Y el objeto no es algo accidental, sino lo más esencial del acto. Podría así decirse que el objeto del acto es una conducta querida, pero no tanto en cuanto conducta, sino más bien en cuanto querida.  Incluye el llamado finis operis, pero no únicamente en cuanto los hechos materiales tienen en sí mismos un sentido determinado o están orientados de por sí a un resultado, sino en cuanto el sentido está entendido en su razón de bien para el sujeto -es conveniente o inconveniente para él como persona- y así libremente querido y asumido. Así podemos entender mejor la definición de objeto que proporciona la Veritatis Splendor: el objeto es el fin próximo de una elección deliberada que determina el acto de querer de la persona que actúa” (n. 78).

 

A primera vista, podría parecer que con esta definición de objeto apenas queda lugar en el acto para el fin. Pero, si antes se rechazaba la definición de objeto como el hecho independientemente del sujeto que actúa, sí en cambio se podría aceptar con alguna matización añadida: objeto es “la conducta elegida con independencia de lo que el sujeto se proponga mediante ella”. Este último elemento -el citado “propósito” señala el fin. Si el objeto es el fin próximo o inmediato de la elección, el “fin”, entendido como complementario al objeto en el acto moral, tiene que ser el fin remoto -aunque no necesariamente el fin último- o mediato. La Veritatis Splendor escoge un ejemplo muy claro para ilustrarlo (cfr. n. 78): robar para ayudar a los pobres. En este caso es claro que “robar” señala el objeto: no consiste éste en la simple apropiación material de un objeto, sino en la elección de un acto que se conoce y se quiere como injusto: la apropiación de algo ajeno sin derecho a ello. Junto a esto aparece en la conducta otro elemento -en este caso bueno (ayudar a los pobres), por contraste con el anterior, que es malo- respecto del cual el objeto es medio, y que puede por tanto calificarse de “fin”.

 

Una de las dificultades para entender la relación entre el objeto y el fin deriva de la tendencia -frecuente en el pensamiento, y desde luego con clara incidencia en el teleologismo- de identificar mediación con mediación instrumental. Y medio no es lo mismo que instrumento. Es verdad que todo instrumento es medio, pero no lo es la inversa. Lo instrumental no tiene en sí mismo más valor que el de ser objeto de mediación, sólo tiene valor en relación con el fin que se persigue a través suyo. En el acto moral, hacer del medio un puro instrumento tiene como consecuencia dar un valor en sí al fin, mientras que el objeto sólo tendría valor moral en relación al fin, sin que ello obste para que pueda tener un valor en sí mismo distinto al valor moral, ya que ese valor extramoral no estaría relacionado con ninguna intención del agente. O sea, que por esta vía tendríamos servido de nuevo el consecuencialismo. Pero “mediar” tiene aquí otro sentido: es algo necesario para alcanzar un fin, pero no porque actúe como instrumento, sino porque el medio actualiza el fin, en el sentido de que éste, por sí solo, no sería operativo; es de por sí incompleto para la actuación, necesitando concretarse en acciones determinadas con respecto a las cuales está en potencia[20].  Y ahí sí que cabe un valor en sí mismo del medio; más aún, el medio tiene el singular valor de lo actual, de lo que es en la realidad: la vida del hombre se compone de actos, no de fines. El fin es un elemento necesario para la vida humana, pues da un sentido último y con él cohesión -que por la fragilidad humana se puede perder- a la existencia, pero se debe traducir en actos elegidos, o esa misma existencia carecería de contenido.

 

Para entender esto adecuadamente es necesario conocer el modo de obrar humano.  El hombre no es ni espíritu puro ni bestia. Es un espíritu encarnado, y su conocimiento no es intuitivo, sino sucesivo: hay un proceso de conocimiento. No le corresponde un intellectus, sino una ratio. Esta realidad, por lo demás obvia, tiene consecuencias en la moral[21]. La convierte en algo más complejo, porque complejo es el actuar humano. Hay en éste una sucesión de etapas de conocimiento, junto a cada cual se sitúan las correspondientes etapas de la voluntad. Aunque pueden distinguirse hasta seis etapas en cada facultad, en lo que toca a la voluntad interesan sobre todo dos: la intención y la elección[22]  La primera es anterior, y se refiere a la volición del fin que corresponde al bien que quiere para sí el sujeto, y que va a buscar con su actuación. Caben aquí fines buenos y malos: cumplir la voluntad de Dios, o el dinero, el placer, etc. son fines posibles que asume voluntariamente el hombre. Aquí ya puede ya situarse un primer nivel de moralidad, por cuanto cabe el desorden en los bienes que se pretenden conseguir. Pero con la intención la actuación se encuentra aún sólo incoada, y necesitada de especificación: los fines señalados no comportan en sí mismos que el sujeto vaya a realizar una determinada conducta. Es necesario para ello que actúe el entendimiento examinando las posibilidades de actuación -es la llamada deliberación- y que sobre él la voluntad actúe de nuevo, escogiendo una conducta determinada: es la elección[23]. Si no hay ruptura entre la intención y la elección -puede haberla-, la intención proporciona una referencia al fin que conecta la actuación concreta con el fin último, dando por tanto, cuando el fin es el que Dios ha dispuesto para el hombre, el máximo sentido a su actuación y la perfección a su conducta: “el mismo acto alcanza después su perfección última y decisiva cuando la voluntad lo ordena definitivamente a Dios mediante la caridad” (VS, 78). En consecuencia, una moral que pretenda ser una verdadera “moral de santidad” sin conformarse con ser una “moral de licitud” debe tener siempre muy presente la rectitud de intención. Pero, por su propia dinámica, esta rectitud es auténtica cuando se traduce en obras concretas, que son las que actualizan en cada momento de la vida -lo único que es “actual” en la vida humana- esa intención mediante elecciones adecuadas, y se debe reconocer que ese verdadero bien de la persona que se busca “sólo se pretende realmente cuando se respetan los elementos esenciales de la naturaleza humana” (VS, 78). La enseñanza revelada concuerda con esta visión: “si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn 14, 15); así como también está claro en el Evangelio que se juzgará al hombre y sus verdaderas intenciones en la medida en que éstas se hayan traducido en elecciones concretas y hechos concretos (cfr.  Mt 25, 31-46).

 

5)                  Los actos intrínsecamente malos

 

            En plena concordancia con la noción expuesta del acto moral, la Veritatis Splendor enseña clara y reiteradamente la existencia de actos intrínsecwnente malos por razón de su objeto. “Así pues, hay que rechazar la tesis, característica de las teorías teleológicas y proporcionalistas, según la cual sería imposible cualificar como moralmente mala según su especie -su “objeto”- la elección deliberada de algunos comportamientos o actos determinados prescindiendo de la intención por la que la elección es hecha o de la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas interesadas (n. 79).

 

            Lógicamente, la dinámica interna del actuar humano tiende a la coherencia entre la intención y la elección. Una recta intención postula que la elección recaiga sobre actos buenos; y, a la inversa, una intención viciada tenderá a la elección de actos acordes con ella, o sea, malos. Y la discusión sobre este asunto no afecta a este tipo de actos coherentes: sea por una razón o por otra, todos están de acuerdo en la valoración de estas conductas como morales o inmorales respectivamente.  La cuestión debatida es si el fin puede justificar los medios, lo que supone una incoherencia entre un fin bueno y unos medios reputados como malos. En conformidad con la antropología kantiana que las sustenta, los autores de las morales teleologistas y proporcionalistas tienden a negar la misma posibilidad de esta incoherencia[24]. Al sostener una concepción intuicionista del intelecto, no cabe complejidad alguna en su funcionamiento, así como tampoco de la voluntad que le sigue; no hay sitio para una hipotética ruptura en algo que forma una unidad compacta. Sin embargo, la misma observación empírica del comportamiento humano, tanto a nivel científico como del sentido común, señalan que eso no es así.

 

            Una primera causa de esta disyunción puede venir por el componente cognoscitivo de la acción.  Este defecto de intelección puede versar sobre la norma moral misma o sobre la situación de hecho, y da lugar a las situaciones de ignorancia y error. Pero esta posibilidad no tiene mucho interés en el problema que se examina aquí, ya que cae fuera del campo de discusión, pues la moral católica siempre ha aceptado que en la medida en que existen exoneran de responsabilidad moral al sujeto, y en este sentido no hay discrepancias[25].

 

            Lo que se trata por tanto de ver es cómo puede una buena intención traducirse en una elección mala, de tal manera que en la elección la voluntad se adhiera a una conducta que se conoce como mala.  Una primera respuesta viene de la debilidad misma de la voluntad en el actual estado de la humanidad, después del pecado original[26]; debilidad que se puede referir al acto intencional mismo -una intención adoptada con mayor o menor decisión-, o a la posibilidad de que éste se eclipse posteriormente en el momento de la elección. Sin embargo, esta explicación resulta por sí sola insuficiente, ya que, con mayor o menor fuerza, una intención recta se traduce por sí en una elección conforme a ella, más débil si la intención también lo es, pero en todo caso en una misma dirección. Hace falta por tanto introducir un elemento extraño a la voluntad misma -y al conocimiento- que altere el proceso decisorio.

 

Ese elemento son las pasiones[27]. Éstas influyen tanto sobre el conocimiento como sobre la voluntad, buscando polarizar la atención de las facultades superiores sobre su objeto propio. Se “sobreimpresionan” así, con mayor o menos vehemencia, a lo que pide la buena intención, buscando doblegar la voluntad a la hora de la elección. Habrá mayores posibilidades de que esto suceda en la medida en que la voluntad intencional sea más débil y el dominio de la voluntad sobre ellas -logrado a través de la virtud- sea menor.  Se da lugar así a un obrar en el que, si lo que propone la pasión es inconveniente, es moralmente rechazable si es elegido, aunque no alcance el grado de maldad que tendría si proviniese de una mala intención. Una y otra posibilidad se contemplan en el lenguaje común cuando se habla de “obrar por debilidad” y “obrar por malicia”. Por eso, “si los actos son intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas circunstancias particulares pueden atenuar su malicia, pero no pueden suprimirla” (VS,  81).

 

            Se puede así explicar el caso de que pueda existir una intención buena, no revocada, junto con una mala conducta elegida.  Pero tal conducta no proviene de la intención misma, sino de un elemento que ha producido una quiebra en el adecuado obrar humano. No se trata por tanto en ningún caso de que intenciones rectas postulen conductas moralmente rechazables (y, lógicamente, no puede hablarse de la existencia de una intención recta cuando lo que ésta persigue es un bien, pero desordenado)[28]. Si así fuera, resultaría que se contemplarían como malos comportamientos que en sí no afectan al bien del sujeto que obra. Y, desde luego, no es eso lo que sostiene la moral católica. Por el contrario, se trata de que, cuando se da ese obrar por debilidad, se puede interponer entre la intención y la elección algo que contraría directamente lo que aquélla postula, y los actos resultantes no pueden casar con una buena intención: “son actos "irremediablemente" malos, por sí y en sí mismos no son ordenables a Dios y al bien de la persona” (VS,  8l). Son precisamente estos actos no ordenables al fin del hombre, y por este hecho de serio, los que son considerados actos intrínsecamente malos. “La intención es buena cuando apunta al verdadero bien de la persona con relación a su fin último. Pero los actos, cuyo objeto es "no-ordenable" a Dios e "indigno de la persona humana", se oponen siempre y en todos los casos a este bien.  En este sentido, el respeto a las normas que prohiben tales actos y que obligan "semper et pro semper ", o sea sin excepción alguna, no sólo no limitan la buena intención, sino que hasta constituye su expresión fundamental” (VS, 82). Por tanto, sería un desenfoque contemplar la posibilidad de que un acto intrínsecamente malo pueda proceder de un fin bueno; si éste no es malo, la acción mala procede de que a la hora de la elección se ha interpuesto un elemento pasional que ha desviado la voluntad, de tal modo que el sujeto ha elegido lo malo por haber sucumbido ante él la buena intención y lo que con arreglo a ella aconsejaba la prudencia[29].  No se trata tanto de comparar intención y elección concreta para ver cuál tiene más peso en caso de discrepancia, sino de salvaguardar el obrar específicamente humano que hace el bien a la persona, que, en aras de su dignidad, exige una integridad en la conducta de forma que pueda conseguir su perfección ordenando todos sus actos concretos al fin para el cual está creado.

 


 

[1] Quizás sea preciso referirse a elementos de origen protestante que a una “antropología protestante” propiamente dicha.  Incluso sin tomar en consideración las diferencias entre el protestantismo ortodoxo y el liberal, la noción del hombre que presenta el protestantismo está formada de diversos elementos que no encajan entre sí sin fuertes contradicciones.  Una teología moral que tenga un mínimo de pretensión de coherencia no puede asumir todos los elementos antropológicos protestantes.  Así, por eso, en ninguna de las teorías estudiadas aquí se niega la libertad ontológica del hombre -el libre arbitrio, sin el cual carecería de sentido plantearse una moral-, aunque en cada caso se le apliquen distintos, mientras que en Lutero no ocurría así, y el que escribiera un libro titulado De servo arbitrio indica que no se trataba de un detalle que se le escapara.

 

 

[2] Debido a la importancia que tiene la ética kantiana para comprender gran parte de las construcciones de teología moral opuestas al Magisterio, se tratarán con un poco más de detalle sus ideas más adelante. Pero puede ser útil adelantar lo que, a mi juicio, son dos importantes claves para entender a Kant, y por tanto los autores en los que influye.  La primera, herencia del cartesianismo, es la absoluta univocidad de sus nociones; el sistema de Kant consiste en un análisis que busca descomponer la realidad en elementos independientes en los que nociones como participación, analogía e incluso composición o complejidad simplemente no existen. En la antropología y la ética da lugar a una visión que tiene poco que ver con el tomismo: donde éste habla de armonía, aquélla habla de contraste o de oposición.  La segunda clave es la clara sintonía de su sistema con la religión luterana; se manifiesta en aspectos como la incapacidad de la razón para conocer a Dios e incluso el mismo ser de las cosas (en la llamada razón pura), y la construcción de una ética ajena al bien del sujeto mismo (en la llamada  razón práctica).

 

 

[3] Posiblemente el más representativo -y que recoge con claridad esta contraposición- es Bruno Schüller.

[4] De esta desviada noción de ley natural derivará, por parte de sus seguidores, que acusen al Magisterio de la Iglesia, cuando invoca la ley natural como fuente de obligaciones morales, de “fisicismo” o “biologismo” (por ejemplo, en todo lo relativo a la castidad conyugal).  Como se verá más adelante, este tipo de etiquetas se pueden aplicar con mucha mayor razón a los seguidores del teleologismo.  Resulta sorprendente esta especie de incapacidad, por parte de quienes se han formado en una tradición filosófica kantiana, de comprender lo que entiende la tradición católica por ley natural.  Un ejemplo reciente se puede encontrar en la Ética para naúfragos de José Antonio Marina: para él la llamada “inteligencia creadora”, motor de la vida ética, no puede tomar como criterio de actuación la naturaleza, ya que se trata de un mundo aparte del ético.  Como ejemplo, señala que la naturaleza incluye la “ley de la selva”, que indudablemente no puede aceptarse como criterio del obrar humano.

 

 

[5] Ya los griegos, y particularmente Aristóteles, distinguían entre poiesis -el fabricar- y praxis -el obrar-, y situaban la ética en el campo de la praxis, porque, a diferencia de la poiesis, en ella el obrar tenía un valor en sí mismo, y no sólo en función de un resultado exterior.  La terminología pasó al latín como facere y agere respectivamente

[6] A más de un estudioso le resulta sorprendente la extraña mezcla de ética kantiana v utilitarismo que muestran los autores a los que nos referimos, cuando se trata de sistemas que en origen no podían ser más antitéticos,  y procedían de tradiciones filosóficas distintas -Kant del continente, el utilitarismo de las islas británicas-.  Si se piensa en lo que Kant tomó de Hume -un empirista inglés- en la “razón pura”, quizás no extrañe tanto que pueda ocurrir lo mismo en la “razón práctica”.  En realidad, no es difícil entenderlo.  Kant esbozó una moral, pero dejó claras lagunas, en especial una: qué criterio o criterios debe seguir el “imperativo categórico” formal para traducirse en conductas concretas -sin ese eslabón, no cabe hablar de razón práctica-.  En ese hueco es donde se instala el utilitarismo, que no encaja mal del todo -aunque es probable que a Kant le hubiera disgustado-, por cuanto respeta que el único valor propiamente moral e incondicionado es el “formal”  (que prescinde del contenido).

[7]  Se explica mejor, desde esta perspectiva, la insistencia de algunos, en el sentido de pedir a la Iglesia que adapte la moral a las características de la sociedad actual, lo que desde una posición ortodoxa suena a simple desfachatez.  La hay, pero con apoyo teórico.

[8] El único hueco que quizás se le puede buscar -y se le ha buscado- sería el “acto trascendente”, aquél cuyo objeto “trasciende” este mundo: el que tiene como objeto directamente a Dios.

 

[9] De ahí concluye que el obrar por fines o bienes -es equivalente- es amoral.  A veces se ha entendido mal esta expresión.  No le quiso dar el sentido vulgar del término -inmoralidad, cinismo-, sino el estrictamente literal: no es que sea un obrar malo, es sencillamente que queda al margen de la moral. Esta aclaración sirve para ver cómo este concepto se vuelve a encontrar en los consecuencialistas; Schüller, por ejemplo, distingue entre valores éticos y valores no éticos, definiendo éstos como referidos a lo que de algún modo escapa a la autodeterminación, empezando por los naturales.

[10] Otra formulación, del mismo Kant, es “obra de tal manera que la persona -propia y ajena- sea siempre fin y nunca medio”. Es muy tenida en cuenta por el consecuencialismo, ya que desde ella pueden acusar a la moral tradicional de subordinar la persona a valores externos.  Desde su noción de “bien” es lógica esta acusación, pero sólo desde ella.

 

[11] En algunos casos del mundo anglosajón el consecuencialismo ha partido de una interpretación errónea o abusiva del principio del “voluntario indirecto”, conectado con teorías utilitaristas.  Como construcción teórica, es bastante burda y se sostiene muy mal, por lo que no merece mucho la pena detenerse en ella.

[12] La terminología "trascendental-categorial' es también típicamente kantiana. En este aspecto la emplean sobre todo Böckle (libertad trascendental-categorial) y Fuchs (plano trascendental-categorial).  Este último habla de moral religiosa para el primer plano, y de “ética” para el segundo, pero, con estos presupuestos, no hay cabida para una ética propamente dicha allí donde sólo cabe disponer a voluntad porque no hay instancia alguna, fuera de la voluntad propia, a la que obedecer, salvo que esa instancia sea la sociedad. Esto, se dé cuenta o no Fuchs, es muy peligroso, pues deja sitio para la peor dictadura: un poder público que no responde ante nada ni nadie, y que exige una obediencia que se presentaría como deber de conciencia por ser “ética”.

[13] Esta situación es la que da paso al llamado proporcionalismo, en el que medir las consecuencias de los actos equivaldría a medir la proporción de efectos positivos en relación con los negativos.  Se trata de una versión del consecuencialismo, y por ello no se expone aparte de éste.

[14] En mi opinión, habría sido más correcto, o al menos más clarificador, traducir este término como “correcto”: no se refiere a la rectitud de intención.

[15] En este apartado se ha optado por una argumentación fundamentalmente antropológica por este motivo.

Hay otro además, y es que, aunque la moral católica deba tener una base escriturística y la Escritura ilustre muy       mente la enseñanza moral, a la vez resulta muy complicado dar argumentos rigurosos de teología moral con base sólo en la Sagrada Escritura: por ejemplo, al encontrar un criterio de conducta moral, no resulta sencillo demostrar que no se trata de algo que no pueda admitir una excepción.

 

[16] Un ejemplo comparativo puede tomarse del precepto dominical.  La comunión es parte integral, y por tanto no cumple el precepto quien se va tras la consagración.  Es importante, por tanto, pero no es loesencial: lo esencial es la consagración

[17] No quiere esto decir que las dos posiciones defiendan una idéntica moral en lo tocante a los dos primeros mandamientos.  Pongamos por ejemplo la fe.  Mientras que, en general, los autores del dissenso parecen conformarse con que no se revoque explícitamente la “opción fundamental” al respecto, La Iglesia siempre ha insistido en la necesidad de confesar esa fe al menos con cierta frecuencia: o sea, de actos concretos de fe.  Lo que se quiere señalar es que la discusión no se centra en este terreno, sino en el de la moral natural, lo que para los consecuencialistas es el plano “categorial”.

 

 

[18] Con todo, el estudio de los efectos del acto en relación a la moralidad que ha propiciado el consecuencialismo ha propiciado un cierto replanteamiento de la formulación del principio del “Voluntario indirecto”.  Si bien es cierto que se distingue nítidamente del consecuencialismo, por cuanto sólo se aplica cuando la conducta del sujeto no es en sí mala (“objeto bueno o indiferente”), también lo es que puede llegar a ser problemático que el elemento que incline la balanza de una actuación sean los efectos, en el sentido de consecuencias.  Así, algunas críticas, aunque sean de aspectos secundarios, que se han hecho al consecuencialismo se pueden aplicar también a esta formulación. Sobre todo la que señala que en muchas situaciones es imposible medir las consecuencias.  En efecto, cuando se trata de medir efectos a largo plazo esto resulta muy problemático, y más cuando además el resultado final depende de elementos imponderables, como puede ser la incidencia que puede tener en el futuro el apostolado de un fiel. No es una cuestión teórica, pues hoy en día puede ponerse en juego en numerosas ocasiones; por ejemplo, a la hora de decidir asumir un trabajo en un ambiente de práctica inmoral.  Y pedir que el sujeto decida -con el añadido de que la decisión le corresponde tomarla exclusivamente a él- en base a calcular los efectos futuros a largo plazo -buena parte de los cuales depende de decisiones libres ajenas-, señalando además que al tratarse de un asunto importante la decisión debe tomarse gravitar onerata consciencia, puede producir serias perplejidades y conflictos de conciencia.  La propia Veritatis Splendor hace alusión a este problema, cuando dice que “por otra parte, cada uno conoce las dificultades -o mejor dicho, la imposibilidad, de valorar todas las consecuencias y todos los efectos buenos o malos de los propios actos: un cálculo racional exhaustivo no es posible. Entonces, ¿qué hay que hacer para establecer unas proporciones que dependen de una valoración, cuyos criterios permanecen oscuros?” (n. 77).  Se trata de una réplica al proporcionalismo, pero indirectamente invita a reconsiderar una doctrina que, basada en principios correctos, resulta un tanto rígida en su formulación. Formulación que, por otra parte, no ha sido recogida por el Magisterio y no pertenece propiamente al tomismo: procede de la época barroca. Santo Tomás, en problemas de este tipo, recurría a la distinción de efectos pae se y per accidens, en relación al objeto, lo cual, junto a la recta intención y la bondad -o al menos no-maldad- del objeto, proporciona unos elementos de juicio más flexibles y centrados. Es ésta una interesante línea de trabajo para el futuro de la teología moral.

 

 

[19] Por esta razón no me parece una terminología muy afortunada la que distingue entre pecado formal y pecado material.  Aunque, por supuesto, resulta necesario distinguir entre las dos realidades expresadas, los términos acuñados parecen dar a entender que el objeto del acto se considera sin incluir en él elemento voluntario alguno; de hecho, se identifica con el hecho físico o psicológico.  Y es que el llamado “pecado material” no merece el calificativo de pecado ni por analogía.

[20] Un ejemplo familiar de esta distinción lo podemos encontrar en la amistad con respecto al apostolado. Aquélla es indudablemente un medio, pero en ningún caso debería ser un mero instrumento: sí lo fuera, no se otorgaría valor a la amistad misma.  Ahora bien, sin ese medio el afán apostólico quedaría en una vaga intención que no llegaría a plasmarse en la realidad, o lo haría de forma desfigurada por no ser movido por la caridad.

 

[21] La filosofía moderna. empezando por Descartes, parece haberse olvidado de esto, y atribuye propiedades a la inteligencia humana, que corresponderían más bien a los ángeles o incluso a Dios en exclusiva.  Definir las llamadas “ideas claras y distintas” de Descartes como “entender algo en sus últimas diferencias”, supone atribuir al hombre un entendimiento angélico; pretender que el hombre tenga una idea clara y distinta de Dios es, conforme a esa definición, algo exclusivo de Dios. En moral, la simplicidad intelectual lleva consigo la de la voluntad, y con ello el acto simple de voluntad abarca a la vez lo que en el hombre son fines y medios indistintamente. No hay que olvidar que una moral basada únicamente en la llamada “opción fundamental” coincide exactamente con lo que la tradición católica ha considerado como la moral angélica.

[22] Se utiliza aquí la terminología técnica clásica, sobre la que quizás convenga hacer alguna aclaración. Se trata de un proceso que va desde la volición del fin últuno hasta la ejecución del acto concreto voluntario: o sea, de lo general a lo particular.  No se pretende decir, en cambio, que haya que esperar a la elección para escoger entre varias posibilidades: ya ocurre en la intención, como resulta evidente, ya que todo hombre puede proponerse como fin de su actuación una variedad de posibilidades. Para lo que sí es necesaria la elección es para escoger entre varias conductas concretas posibles. La intención, por sí sola, no concreta tanto.

 

 

[23] La voluntad no acaba su tarea con la elección, pues todavía hace falta una voluntariedad posterior en la ejecución de lo que se ha elegido. Pero debe tenerse presente que el objeto moral que especifica al acto se halla en la elección, no en lo posterior, lo que debe tenerse en cuenta para, entre otras cosas, calibrar el número de actos reales (y evitar posibles complicaciones de conciencia en este sentido).

[24] De ahí la reacción airada de algunos (McCormick en particular) cuando se les achacaba que pretendían justificar por una buena intención acciones moralmente equivocadas, alegando que no se les había entendido, porque lo moralmente equivocado es injustificable por definición. Para ellos puede haber una equivocación técnica –de cálculo; en cualquier caso de conocimiento, no de voluntad-, pero en el aspecto moral no cabe equivocación: una intención buena debe traducirse necesariamente en un actuar moralmente correcto.

[25] La moralidad de la acción remite siempre a la voluntad. Es verdad que existen ignorancias culpables y errores vencibles, pero generan responsabilidad moral en la medida en que esas situaciones cognoscitivas sean voluntarias. El puro y simple defecto de conocimiento no genera inmoralidad.

[26] En este sentido, Santo Tomás sostenía que el pecado de nuestros primeros padres sólo podía ser un pecado grave y malicioso, o sea, con torcida intención. Por su estado de integridad, no cabía una ruptura entre intención y elección.

[27] Hay que tener en cuenta que las pasiones incluyen no sólo las referentes al concupiscuble, sino también al irascible, que en lo que nos ocupa ofrecen a veces algunos de los ejemplos más claros: por ejemplo, es de común experiencia que una buena voluntad puede verse alterada en su ejecución por la cobardía.

[28] De ahí la oportunidad de la cita de 1 Cor. 6, 9-10 que recoge la encíclica: "¡No os engañéis!  Ni los impuros, ni los idólatras, ni... heredarán el Reino de Dios" (cfr. n. 8l).

[29] Se hace aquí un análisis simplificado de la conducta.  La realidad es algo más compleja, pues inciden en los actos los actos precedentes, y en el proceso de la decisión se puede volver sobre el acto anterior antes de seguir adelante. Así, en la elección concreta  pueden incidir varios fines que se haya propuesto el sujeto.  Por eso resulta a veces tan difícil juzgar con precision algunos comportamientos concretos, sobre todo cuando falta un hábito consistente en uno u otro sentido. Pero los aquí expuestos son los elementos de juicio.